Tal vez alguna vez sabremos de verdad cómo pasó lo que pasó y qué fue lo que pasó. Demasiadas versiones distintas, incluso contradictorias. Como dijo alguien, todo pareciera verdad al mismo tiempo. Pero lo cierto es que la pandemia paralizó al planeta y ha generado miedo y preocupación entre los 7.000 millones de terrícolas que lo habitan, asomando con fuerza la convicción de que en las últimas décadas la humanidad ha transcurrido según propósitos y modos que ahora le están pasando factura. A su manera lo dice hasta The New York Times al señalar, palabras más, palabras menos, que tras la pandemia, para pedir un sacrificio colectivo se debe ofrecer un nuevo contrato social que beneficie a todos y que para eso será necesario poner sobre la mesa reformas radicales, que reviertan la dirección principal de las políticas vigentes hace casi medio siglo.
Desde los laboratorios científicos se nos dice que muchas de las enfermedades emergentes como el ébola, el sida, la gripe aviar o el nuevo coronavirus no son catástrofes completamente aleatorias, sino que se vinculan al impacto que causa la acción humana en los ecosistemas naturales. Las enfermedades infecciosas señalan, se ven favorecidas por el cambio climático y la destrucción de la biodiversidad.
La Sociedad del Riesgo Global
El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, declaró que «las emisiones globales están creciendo. Las temperaturas están aumentando. Las consecuencias para los océanos, los bosques, los regímenes climáticos, la biodiversidad, la producción de alimentos, el agua, el empleo y, en última instancia, las vidas de los seres humanos están destinados a empeorar enormemente. La evidencia científica es innegable. Además, en muchos lugares, la gente no necesita un diagrama o gráfico para comprender la crisis climática. Basta que mire por la ventana».
En fin, no le hemos prestado atención al hecho de que existimos en la Sociedad Mundial del Riesgo, según el diagnóstico elaborado hace unos cuantos años por el sociólogo alemán Ulrich Beck. A pesar de diversos acuerdos suscritos al respecto, no terminan de tomarse las medidas adecuadas, a sabiendas de que evidencias cada vez más irrefutables muestran que la forma como se ha organizado la sociedad y pautado su desarrollo ha complicado seriamente la vida humana, haciéndola ecológicamente insostenible, asomando casi a la vuelta de la esquina los peores escenarios del calentamiento global.
En este sentido, se ha hablado de un nuevo pacto que encare conjuntamente la justicia social y ambiental, a fin de enfrentar el cambio climático, el mayor desafío del siglo XXI, pacto que supone una compleja negociación de intensas y complejas interdependencias. Y que nos toma, por si fuera poco, en medio de un dramático déficit en cuanto a capacidades para gobernarnos a nivel mundial, aunado con un liderazgo que no se encuentra a la altura de las circunstancias.
La cuestión ambiental pone de bulto, así pues, la necesidad de edificar una sociedad global, sobre las bases de una institucionalidad y un marco normativo que supere tanto las limitaciones del Estado-nación, como la de los mecanismos intergubernamentales según los que se ha tratado de ordenar el planeta. Se trata. En suma, de transitar de la globalización a la glocalización.
Una protesta por el futuro
Los acuerdos internacionales para reducir las emisiones de gases invernadero son a todas luces insuficientes (casi letra muerta, no sé si exagero un poco al decirlo) para limitar el cambio climático a niveles que no sean peligrosos. Aun si se cumplieran las promesas de reducciones de GEI en el marco del Acuerdo de París, el cambio climático alcanzará entre 3 y 4,5 grados centígrados para finales del siglo. Ese aumento de temperatura es, dicen los expertos, una amenaza real sobre la humanidad.
No estamos, pues, frente a una serie de catástrofes hipotéticas. La humanidad corre el riesgo de su propia extinción. Y tampoco se trata de un evento catastrófico que ocurrirá en un futuro lejano, afectando a generaciones que todavía no nacen y a niños que apenas se encuentran cursando su primaria. Ese es uno de los mensajes más poderosos (lo dijo en la ONU) de Greta Thunberg. la chamita sueca, a lo largo del año pasado
Esta adolescente, insultada, menospreciada, criticada, acusada de enriquecerse, de ser manipulada, de ignorante, de convertirse un producto de marketing, de “populista climática” y a la que incluso se le ha echado en cara su condición de Asperger (“no es una enfermedad, es un don”, ha respondido), ha conseguido lo que en los últimos veinte años no se había logrado: poner el cambio climático en las conversaciones y sacar a la calle a la ciudadanía para exigir respuestas. Como lo ha expresado el escritor Juan Villoro, es emblemático que un planeta, cuyos océanos están llenos de bolsas plásticas, sea alertado por una ecologista menor de edad, quien ha acusado a sus dirigentes por haberle “robado sus sueños”.
Greta Thunberg es, sin duda, una figura inspiradora de una consciencia global sobre el daño que hemos hecho y estamos haciendo al planeta. Ha puesto palabras, emociones y rostro a un problema que la humanidad debe abordar para su supervivencia. Como señaló la escritora española Rosa Montero, no es más que un símbolo, la figura de un movimiento mundial, o más bien de una necesidad, una urgencia. Un ícono romántico de lucha simplemente irresistible para millones de personas que buscan referentes en un liderazgo idealista.
En buena medida, gracias a ella, que hoy en día, cosas de la vida, se encuentra encerrada en su casa, víctima del coronavirus, nos vamos convenciendo de que como lo han predicado los científicos, no hay planeta B.
Un nuevo libreto político
El corto plazo nos abruma, y con razón. En efecto, en medio de la pandemia que recorre el mundo, será complicado priorizar cualquier asunto del medio ambiente. Pero ello no quita la urgencia y la gravedad del calentamiento global. Tenemos que ir adaptando nuestro modelo de desarrollo a la emergencia climática. Una transición muy complicada, sin duda.
Las salidas de la pandemia demandan ideas, política y poder. No vienen envueltas en un milagro caído del cielo. Y no se hacen factibles sin el concurso de la sociedad, sin una gigantesca movilización social. Y, como reiteradamente lo ha escrito el profesor Jeremy Rifkin, versado como el que más en estos temas ambientales, el comienzo de esa movilización es un acto de caer en la cuenta, de entender el nexo que hay entre lo que hacemos cada uno y el estado global del mundo.
Lo que ha estado haciendo Greta, pues.
Se trata, en fin, de plantarle cara a una crisis que atañe al mundo de nuestros días y que, reitero, obliga a repensar muchas de las ideas y creencias que estuvieron vigentes durante largo tiempo. Toca, así pues, asumir la labor de escribir un nuevo libreto político para la convivencia (y la sobrevivencia) humanas.