Gracias por escucharme, y fingir que lo que digo es importante”. (“Gracias por elegirme”. Los secretos).

Llega un día en que la vida te quita la soberbia. Por lo general, ocurre de forma abrupta, como cuando te compras tu primera moto y, justo cuando crees que ya dominas el asunto, te das tu primera leche.

Ese día, te das cuenta de que la vida te está pasando la factura de la juerga que te has corrido hasta ayer.

En la frontera ya de los cincuenta y cuatro, justo cuando sentía que al fin me encontraba donde me quería encontrar, que estaba recogiendo los frutos, aunque exiguos, sembrados en tiempos pretéritos, de repente, un día, se me pasó la borrachera en la que he estado viviendo en estos últimos dos años, entiéndase borrachera en sentido figurado, por si hay algún millennial leyendo esto, que hay que hacerles un croquis. Fue, no obstante, como cuando te mirabas al espejo un domingo de resaca y casi no te reconocías en tus despojos; una especie de catarsis que me indicaba que se habían terminado las vacaciones.

Es cierto que a una determinada edad, después de pasarse veinte años estudiando y treinta trabajando, puede uno pensar que ya ha hecho todo lo que, por obligación, tenía que hacer y a consecuencia, puede plantearse que, como decía mi añorado Alberto Cortez, “a partir de mañana empezaré a vivir la mitad de mi vida. A partir de mañana empezaré a morir, la mitad de mi muerte. A partir de mañana empezaré a volver de mi viaje de ida. A partir de mañana empezaré a medir cada golpe de suerte”.  Pero también es muy cierto que las obligaciones no se volatilizan como pompas de jabón, y por tanto, dedicar tu vida a cultivar el espíritu y a aquello que te hace feliz, implica renuncias que, por lo general, acaban estando fuera de tu alcance, en todos los sentidos.

Personalizando un poco esta reflexión, cosa de la que quería huir, soy un hombre afortunado. Las circunstancias socioeconómicas y la infinita paciencia de los que me han rodeado me han permitido recorrer el camino de baldosas amarillas que conduce a Oz, pero una vez debajo del arcoíris, ha llegado el momento de volver.  No en vano, dicen que volver es el mejor destino, y ahora toca tocar la boya y volver nadando hacia la playa, que tampoco está tan mal.

De cualquier modo, esta declaración de intenciones no implica un adiós; ni siquiera un hasta luego. Implica que la calma ha terminado y ahora toca correr, correr mucho, para al menos intentar llegar a todo. Aunque ese todo sea cada vez más difícil de abarcar. En cualquier caso, no me pillarán durmiendo.

Para hacer un panegírico adecuado de estos dos últimos años, y permitiéndome darles un consejo, cosa de la que no suelo ser muy partidario, creo que esta ilusión de la entrega casi absoluta a alimentar el espíritu, me ha reportado muchas más alegrías que tristezas. En estos dos últimos años, he vivido experiencias que no cabían ni en mis sueños. He conocido a gente que se encontraba detrás del escaparate y, citando nuevamente la música, sin la cual la alegría se marchita como las flores sin agua, me he colado en la bombilla, de tanto dar contra el cristal. Así pues, no esperen a que les archiven bajo una lápida. Háganlo ya.

Y es verdad que es una actitud egoísta, no me importa reconocerlo, porque yo estoy  orgulloso de mis errores y faltas, de mis pinceladas equivocadas, siempre y cuando el cuadro no resulte “inaccrochable”, como decía Gertrude Stein a un joven Ernest Hemingway, que por cierto también vivió como quiso, hasta el punto de morir cuando a él le dio la gana. Y este cuadro, se puede colgar, sin duda. Y como autor, puedo mirarlo con satisfacción, respirar hondo y marcharme al estudio, para emprender uno nuevo, porque eso es la vida, una sucesión de etapas que se cierran y se abren, un sinfín de acontecimientos por resolver que nos ponen a prueba cada día.

De cualquier modo, la fiesta sigue, aquí entre rejas, con música de Peret. Y no pienso levantar el pie del acelerador, mientras los problemas vienen, pero van quedando atrás, como los árboles de la autopista. Con la ventanilla abierta, a toda leche, con la música a tope. Dejándome los pulmones de tanto cantar. Y aunque sé que me iré sin decir adiós, lo cual para ser honesto es un consuelo, porque odio las despedidas, el cura que ha de darme la extremaunción no es todavía monaguillo. O eso espero.

Que el fin del mundo nos pille bailando.

Si usted es un hombre cualquiera. Ignorado, desorientado, contaminado como cualquiera. Aburrido, desconocido y poco atrevido donde lo hubiera, no vaya usted a crecer de tal modo que llegue a alcanzar las estrellas, que se sonría con razón, como lo hacen los bobos sin ella”. (“Uno de mi calle”. Joan Manuel Serrat).

@elvillano1970


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