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Gómez, 1913 y hasta su muerte

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Como otros tuiteros, un exalumno destacado y apreciado amigo, Rafael Quiñones, encuentra una analogía entre los pasos esequibos de Nicolás Maduro y la maniobra para mantenerse en el poder que llevó a cabo con éxito Juan Vicente Gómez en 1913. Se trata de pretextos que conviene refrescar para claridad de la gente de la actualidad, afirmaron Rafael y los demás, para ver cómo en los dos casos se cuecen las habas del continuismo presidencial, y me sugirieron que lo confirmara en mi artículo habitual de @lagranaldea. No sin llamar la atención sobre lo riesgoso de las comparaciones, que en la parcela de la historia generalmente están condenadas al fracaso, o que pueden depender de las truculencias de un investigador, trataré de complacerlos.

Juan Vicente Gómez ha asegurado la legitimidad de su dominio con la reforma constitucional de 1909, mientras el país respira con calma por sentir que se ha librado de la tiranía del derrocado Cipriano Castro que apenas lleva diez meses en el ostracismo. En especial porque la nueva carta reduce el período presidencial de siete a cuatro años, y porque reúne a los caudillos disidentes en un organismo de asesoría denominado Consejo de Gobierno. El encuentro formal de los viejos espadones con un mandatario que ha destacado hasta entonces por la parquedad y la modestia, augura el afianzamiento de una paz largamente deseada. La reducción del plazo del mandato del Ejecutivo invita a pensar en la meta de la alternabilidad republicana raras veces conseguida. Miel sobre hojuelas, por lo tanto, pero de donde menos se espera salta la liebre.

Llega 1913. Porque se aproximan las elecciones señaladas por la Constitución, y porque desde la casa de gobierno no han surgido señales de incomodidad en torno a su desarrollo, comienza a fomentarse un clima de orientación electoral que no encuentra escollos hasta cuando comienza a tocar tierra en procura de nominaciones y de votantes. En el mes de julio, un opinador muy estimado por sus lectores y hombre de reconocido civismo, Rafael Arévalo González, propone la candidatura presidencial del abogado Félix Montes, para que el Gobierno reaccione con impresionante celeridad cuando se entera de la próxima fundación de comités que iniciarán la campaña del candidato.

Los animadores del proyecto no solo están seguros de la limpieza de su causa, sino también del éxito que los acompañará, pero han pasado por alto ciertos detalles que debieron llamarlos a la cautela: en diciembre del año anterior Gómez clausuró las actividades de la Universidad Central de Venezuela (UCV), para evitar disturbios; y en el pasado mayo ordenó prisión severa para un antiguo amigo y socio, el coronel Carlos Delgado-Chalbaud, por el delito de conspiración. Metiendo a los incordiosos repúblicos en la misma olla, ordena el encierro de Arévalo González y la persecución de Montes, quien parte raudo hacia el extranjero con la ropa que lleva puesta.

El cierre de la Universidad y la cárcel de Delgado-Chalbaud pueden explicarse sin escollos hablando de riesgos de seguridad pública y de trastornos de la estabilidad, pero en el caso de la candidatura de Montes el Gobierno debe esgrimir un argumento consistente de veras, lo suficientemente capaz de acallar el escándalo. Sobre todo en el exterior, cuando todos los ojos se posan en Venezuela debido a la fama de su riqueza petrolera recién descubierta. Lo encuentra de inmediato: el general Cipriano Castro prepara una invasión armada de Venezuela desde su exilio de Puerto Rico, y la patria necesita que el general Gómez la defienda frente a un monstruo que pretende volver por sus fueros, anuncia un comunicado de Miraflores.

Ciertos planes para el retorno de don Cipriano se han fraguado en el exterior, pero sin apoyos suficientes, y el gomecismo ansioso de perpetuidad los abulta para salirse con la suya. El Departamento de Estado de los Estados Unidos controla los pasos del exiliado y asegura que no trama nada de importancia, pero don Juan Vicente no se deja convencer por los espías de su aliado del norte. Suspende las garantías constitucionales, deja al presidente del Consejo de Gobierno como encargado de la Presidencia de la República y sale en campaña con un ejército de 10.000 soldados. Los caraqueños se impresionan ante el desfile del contingente y ante la exhibición de armas modernas, y le desean todo el éxito del mundo al campeón que sale a defenderlos.

El presidente del Consejo del Gobierno es entonces el historiador José Gil Fortoul, quien sabe de guerras lo que ha escrito en su manual, pero anuncia que será el primer soldado de la nación cuando Gómez se lo pida. Lo mismo afirman los caudillos del siglo XIX que todavía tienen arrestos, o que piensan en los ministerios del futuro. Los cronistas comienzan a escribir sobre movimientos bélicos que jamás existieron, pero que venden al detal como hazañas troyanas. “Hace falta Homero para contar esta epopeya”, dijo entonces un lamentable orador en el Círculo de Bellas Artes.

Gómez, mientras tanto, fresco como una lechuga porque solo logra divisar unos quinientos enemigos en pie de guerra, se pone a soñar con una Constitución que lo libre de entuertos sucesorios. En 1914 convierte el pensamiento en realidad, después de ordenar un desarme general de la población que garantizara una administración tranquila. Ezequiel Vivas, uno de los representantes más tenaces del régimen, lanza entonces la consigna del futuro: “¡Gómez único!”. De Félix Montes nadie se acuerda en lo sucesivo, ni se detiene en el prolongado cautiverio de Arévalo González. En Venezuela no se habla con seriedad de candidaturas presidenciales hasta 1944, cuando la decrepitud del posgomecismo y los cambios de la sociedad las resucitan.

Pero todo eso sucedió cuando empezaba la segunda década del siglo pasado, respetados lectores y querido Rafael. Establezcan vínculos con la debida prevención, si les parece oportuno.


Artículo publicado en La Gran Aldea

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