El 4 de febrero de 1992, un intento de golpe de Estado irrumpió en la vida de los venezolanos, marcando el inicio de una era de promesas de cambio y redención. Aquella jornada quedó grabada en la memoria del pueblo, muchos de los cuales vieron en los golpistas la esperanza de una Venezuela diferente, libre de corrupción y llena de prosperidad. Los líderes de este movimiento, con Hugo Chávez a la cabeza, lograron capturar el corazón de una parte significativa de la sociedad venezolana, sedienta de justicia social y equidad. Sin embargo, con el paso del tiempo, quedó claro que lo que comenzó como una promesa de transformación profunda se desmoronó en una realidad de opresión y miseria: esa es la verdadera cara de esta mal llamada revolución.
Prometieron comida a una sociedad libre y se van a marchar dejando hambrienta a una sociedad esclavizada. Las imágenes de venezolanos haciendo largas colas para obtener alimentos básicos, o para recoger comida de la basura y la realidad de un pueblo sufriendo por la escasez y la inflación son un triste testimonio del fracaso de un régimen que nunca tuvo la intención de construir un proyecto nacional verdadero. En lugar de eso, llegaron con un proyecto de poder, destruyendo el entramado institucional del país para mantenerse gobernando, apoyados por la fuerza de la bota militar y el filo de sus bayonetas. Han transformado la prosperidad prometida en miseria y opresión.
Desde el inicio, han engañado a la sociedad internacional, levantando banderas de progresismo y justicia social. No obstante, hoy se parecen más a la Italia de Mussolini, utilizando el aparato estatal y la represión para mantener el control a cualquier costo. La hipocresía de sus discursos se revela en las condiciones deplorables en las que han sumido al país, mientras se presentan al mundo como defensores de los oprimidos. Este engaño ha comenzado a desmoronarse, y la comunidad internacional ya no puede ignorar la realidad venezolana.
¿Lograrán salir con la fuerza de una sociedad levantada en su lucha por ser libres? ¿El pueblo venezolano, cansado de la opresión y la miseria, podrá recuperar su libertad? ¿Las acciones de la sociedad internacional, que están redefiniendo la manera de reflexionar en torno a la diplomacia, su fuerza coercitiva y el uso de la fuerza mancomunada entre Estados y elementos privados, facilitarán realmente el camino hacia la libertad? ¿Será fundamental que los autores de crímenes de lesa humanidad sean juzgados por la Corte Penal Internacional (CPI), estableciendo así un precedente para asegurar la prevalencia de la justicia?
Todo dependerá de si el dictador Nicolás Maduro sigue optando por aniquilar a su pueblo para mantenerse en el poder y seguir disfrutando de sus privilegios y el dinero robado al erario nacional. La resistencia del régimen será un factor determinante en el futuro inmediato de Venezuela. Si continúa con su política de represión y violencia, el costo humano seguirá aumentando, pero también lo hará la determinación del pueblo y la presión internacional para poner fin a su gobierno.
A la final, el pueblo triunfará. La historia ha demostrado una y otra vez que ningún régimen opresor puede sostenerse indefinidamente contra la voluntad de un pueblo decidido a ser libre. María Corina Machado y la sociedad venezolana que anhelan la libertad no están solas. La solidaridad internacional y el apoyo de quienes valoran la justicia y los derechos humanos están con ellos. La lucha será ardua y llena de desafíos, pero la esperanza y el coraje de los venezolanos son más fuertes que cualquier dictadura.
Toda la nación hoy está en pie de lucha, tanto dentro como fuera del país, contra esa dictadura opresora. Venezolanos en el exilio y dentro de sus fronteras se han unido en una causa común: la restauración de la democracia y la justicia. La resistencia no es solo física, sino también intelectual y moral. Nuestras armas son la palabra y las letras. Es en el poder de la expresión donde radica nuestra mayor fuerza, en la capacidad de denunciar las injusticias, de relatar las verdades ocultas y de inspirar a otros a unirse a la causa. La libertad de expresión se convierte en el estandarte de la lucha por la libertad, un recordatorio constante de que la verdad siempre encuentra su camino a la luz.
La sociedad internacional sabrá valorar y ponderar hasta cuándo permanecer inactiva ante tales atrocidades. Como dijera Martin Luther King Jr., “la injusticia en cualquier lugar es una amenaza a la justicia en todas partes”. El silencio de la comunidad internacional no puede ser una opción cuando líderes valientes mueren por lo que dicen y escritores son llevados presos por lo que escriben. La historia nos ha enseñado, a través de figuras como Vaclav Havel y Aleksandr Solzhenitsyn, que la opresión de las voces disidentes es un síntoma de regímenes que temen la verdad. Estos líderes y escritores, a través de sus palabras, desafían a la tiranía y encienden la chispa de la resistencia.
El mundo debe recordar que el precio de la libertad es eterno, y que el sacrificio de aquellos que se atreven a hablar y escribir en contra de la opresión no debe ser en vano. Es imperativo que los organismos internacionales y las naciones libres no solo presten atención, sino que también actúen con determinación. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en 1948, establece que todos los individuos tienen derecho a la libertad de opinión y expresión. Ignorar estos principios es traicionar la esencia misma de la humanidad.
La historia de Venezuela en las últimas décadas es un testimonio de la traición de las promesas de un régimen que alguna vez capturó la esperanza de un pueblo desesperado por el cambio. El derrumbamiento de las estatuas de Chávez en diversos puntos del país es un poderoso símbolo de su derrota en el corazón de los más necesitados. Estos monumentos, erigidos en honor al líder que alguna vez prometió ser el salvador de la patria, ahora yacen destruidos, reflejando la desilusión y el rechazo del pueblo. Esta imagen contundente ilustra la traición a las promesas de cambio y la profunda herida que han dejado en la sociedad venezolana.
La caída de esos símbolos de idolatría y culto a Chávez, son símbolo de la derrota de su legado en el corazón de los más necesitados. El hambre y la miseria que ha dejado el régimen en su estela son un recordatorio de su verdadero rostro: uno de opresión y engaño. Sin embargo, la fuerza de la sociedad levantada en busca de libertad y la creciente presión internacional ofrecen una luz de esperanza. El estudio del derecho internacional y la diplomacia se transformará por la experiencia venezolana, y el futuro de la nación dependerá de la capacidad del pueblo para persistir en su lucha por la justicia y la libertad. Al final, la determinación de los venezolanos prevalecerá, y la historia recordará este período como una lección de resiliencia y esperanza.
Al igual que el estudio del derecho internacional y la diplomacia se transformó tras la Segunda Guerra Mundial y los juicios de Núremberg, la dolorosa situación que atraviesa Venezuela impulsará una renovación académica en estos campos. Los juicios de Núremberg, considerados un hito en la justicia internacional, establecieron principios esenciales para el procesamiento de crímenes de guerra y contra la humanidad, sentando precedentes que aún hoy influyen en la jurisprudencia internacional y que fueron la base racional para el establecimiento de la Corte Penal Internacional. De manera similar, la experiencia venezolana podría desencadenar una revisión profunda del derecho internacional y las normativas diplomáticas, especialmente en cuanto a la autorización y regulación del uso de la fuerza por parte de entes privados y Estados Nacionales.
Este cambio es crucial para prevenir futuras tragedias y asegurar la protección de los derechos humanos a nivel global. Eleanor Roosevelt, una de las principales impulsoras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, argumentaba que “donde comienzan, después de todo, los derechos humanos universales son en pequeños lugares, cerca de casa”. La situación en Venezuela subraya la importancia de estos principios y la necesidad de fortalecer los mecanismos internacionales para proteger a las poblaciones vulnerables de regímenes opresivos. La comunidad internacional debe aprender de estas lecciones y adaptarse para enfrentar mejor los desafíos contemporáneos.
La lucha de Venezuela puede convertirse en un caso de estudio que ayude a moldear un futuro más justo y equitativo. Como afirmaba el filósofo John Stuart Mill, “la batalla por la libertad, una vez ganada, siempre debe volver a ser luchada, una y otra vez”. La resistencia del pueblo venezolano y su búsqueda incansable por la libertad reflejan este principio. Su experiencia puede servir como un ejemplo para otras naciones y contribuir al desarrollo de políticas y estrategias internacionales de acción efectiva para defender la democracia y los derechos humanos en todo el mundo, y que la diplomacia trascienda más allá de ser solo una declaración de principios y condenas.
La tragedia venezolana podría llevar a una transformación significativa en la diplomacia y el derecho internacional. Líderes mundiales y académicos tienen la responsabilidad de analizar esta situación y extraer lecciones valiosas. Como decía Nelson Mandela, “la educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”.
El apoyo internacional a la lucha venezolana es esencial para enviar un mensaje claro y didáctico a todos los gobiernos opresores del mundo: la verdad no puede ser silenciada y la libertad no está desarmada, al igual que no lo estuvo cuando las Naciones Unidas rompieron la Muralla del Atlántico para poner fin a la tiranía nacionalsocialista de Hitler. En palabras de George Orwell, “en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”. Cada voz que se levanta, cada palabra escrita en defensa de la libertad contribuye a la construcción de un futuro donde los derechos humanos sean verdaderamente universales y respetados. La lucha de Venezuela es un recordatorio potente de que la democracia y la justicia son valores por los que vale la pena luchar y morir para que otros puedan vivir en libertad.