La gobernabilidad se ha convertido desde hace un tiempo en una palabra de uso corriente en Venezuela, aunque no es muy seguro que todos conozcan su significado. El Banco Mundial ha definido la gobernabilidad como “el conjunto de tradiciones e instituciones mediante las cuales se ejerce la autoridad en un país. Esto incluye el proceso mediante el cual los gobiernos se seleccionan, se monitorean y se reemplazan; la capacidad del gobierno para formular e implementar políticas adecuadas de manera efectiva; y el respeto de los ciudadanos y del Estado por las instituciones que gobiernan la interacción económica y social entre ellos”. Y para el pensador italiano Norberto Bobbio, “una sociedad se vuelve más ingobernable en cuanto más aumentan las demandas de la sociedad civil y no aumenta paralelamente la capacidad de las instituciones para responder a ellas” (1985, Estado, Gobierno & Sociedad).
Desde su definición más amplia y aceptada, la gobernabilidad se relaciona con el grado de eficacia y eficiencia en el desempeño del equipo gubernamental. Es por ello que su ausencia o disminución, conocida como “ingobernabilidad”, se define, en su acepción más básica, como la falta de control sobre los procesos políticos y económicos de un país por parte de quienes le dirigen. En otras palabras, cuando se percibe y evidencia que el gobierno no tiene el control sobre fenómenos tales como la delincuencia, la inflación, la estabilidad de la moneda nacional, el control del territorio o la marcha de la economía, por nombrar solo algunos, se dice con propiedad que ese país sufre una situación –parcial o total, dependiendo de la severidad de esa falta de control- de ingobernabilidad.
Las crisis de gobernabilidad generalmente son causadas o bien por la incapacidad de los gobernantes para satisfacer las demandas y expectativas de la población, o bien por la sobrecarga de demandas por parte de los ciudadanos. Pero también las crisis de gobernabilidad pueden ser un producto crónico e inevitable de modalidades de gobierno basadas en la polarización y la confrontación permanente. Y en el caso venezolano, esta causa de naturaleza político-ideológica no solo se suma a las dos primeras, sino que es la variable principal que explica nuestra actual situación de ingobernabilidad donde, por ejemplo, es evidente la imposibilidad e incapacidad de la actual administración para cumplir con las más básicas de las funciones de un gobierno, como lo es garantizar la vida de la población bajo su responsabilidad, o proveer servicios públicos básicos al país y no solo a un reducido porcentaje. ¿Cómo y por qué ocurre esto?
Es necesario recordar que, desde sus inicios, el proyecto militarista de dominación vigente en Venezuela ha insistido en vender una particular interpretación dicotómica de la sociedad, según la cual la compleja realidad social venezolana puede reducirse a la existencia de 2 bloques no sólo distintos sino enfrentados: los buenos (los que apoyan al gobierno) y los malos (el resto del país). La literatura politológica nos ha enseñado desde hace tiempo que los movimientos políticos mesiánicos y de orientación fascista necesitan siempre de un enemigo, el representante del “mal”, cuya existencia justifica y legitima las políticas del hegemón y alimenta la lealtad en el imaginario colectivo.
Por ello, la polarización es siempre, por concepto, una fuente permanente de exclusión, y persigue la señalización de “culpas” en el otro para justificar la división social. En consecuencia, el miedo y la represión son en este esquema los grandes factores de articulación: generar miedo en los “enemigos” para desmovilizarlos y provocar desesperanza en su seno, y represión contra quienes se resisten a ello.
Pero lo más importante, y al mismo tiempo más grave, es que hay una demostrada relación entre esto y fenómenos como el crecimiento económico, la inflación yla criminalidad –de nuevo, por nombrar sólo unos pocos- porque una sociedad polarizada tiende a ser menos cohesionada, menos sólida, y en consecuencia presenta un mayor nivel de inestabilidad social, una de cuyas manifestaciones típicas es la violencia generalizada, el aumento de la inseguridad y la criminalidad, la dificultad para controlar la inflación y la incertidumbre sobre la viabilidad y estabilidad de cualquier crecimiento económico.
Así, por ejemplo, la crónica polarización sigue limitando la capacidad de la economía para crecer. Porque crecer de manera sostenida y viable requiere financiamiento y este está comprometido por las dificultades de financiamiento externo debido a los problemas de confianza y a la no resolución del tema político-electoral venezolano, lo cual compromete su sostenibilidad.
De hecho, la forma como se ha producido el crecimiento económico registrado este año en el país (todavía incipiente, de muy angosta base sectorial, concentrado en los sectores de comercio y de servicios, especialmente en la comercialización de bienes de consumo final de origen importado, y por tanto sectores con baja capacidad de empleo) está generando distorsiones desde el punto de vista distributivo y un aumento de las desigualdades económicas en el país. Esto último es tan cierto que Venezuela pasó de ser el 4° país con mayor desigualdad social en 2019, con un índice Gini de 49.5 (recordemos que mientras más alto el valor, más desigual es el país), a ser a comienzos de 2022 la nación más desigual del continente, con un indicador Gini de 56.7. El tipo de crecimiento que hemos estado observando, asociado en mucho a los problemas de confianza producidos por un modelo basado en la polarización y la exclusión, es así un crecimiento que genera dudas sobre su sostenibilidad y viabilidad, y que resulta muy frágil y vulnerable al impacto de factores imponderables.
En este sentido, la polarización política –tan rentable para los poderosos– no solo erosiona las bases de confianza y convivencia mínimas para el funcionamiento social, sino que termina reforzando, indefectiblemente, las causas principales y más perversas de la actual crisis de gobernabilidad en Venezuela.
@angeloropeza182