Pudo haber pasado a la historia como hombre bueno y sin embargo optó por no hacerlo, terminando su humanidad en el cadalso. Y es que la vida del negro Julián Ibarra, también conocido como Iztueta –apellido del comerciante a quien sirvió como esclavo– es una de altibajos y un trágico final.
Luego de las acciones de Carabobo y la Batalla Naval del Lago, los realistas se refugian en Puerto Cabello, cuyas fortificaciones le imprimían carácter de plaza inexpugnable; una vez más la ciudad es sitiada por los patriotas al mando del general Páez, esta vez decididos a expulsar definitivamente del suelo patrio a los españoles.
Corre el mes de noviembre de 1823, cuando el nombre del negro Julián pasa a la historia en relato que narra el mismísimo catire Páez en su Autobiografía. La ciudad, para la época amurallada, resultaba difícil de tomar por sus frentes artillados; el sirviente de los Iztueta entraba y salía de la plaza a sus anchas para espiar los movimientos de los sitiadores, a través de los manglares que se encontraban por el lado este de la ciudadela, hasta que descubiertas sus huellas en la playa camino de Borburata fue detenido e interrogado. Ganada su confianza por el general Páez, aquel le explica que es posible salir y entrar de la plaza fuerte vadeando los manglares. Accede, entonces, a mostrarle los puntos vadeables del manglar, circunstancia que permite al llanero inmortal planear el asalto a la plaza, lo que sucede el 7 de noviembre en la madrugada.
Los españoles, al mando del general Sebastián de la Calzada, son derrotados en pocas horas; la victoria republicana estaba asegurada.
Los días siguientes fueron de grandes celebraciones: festejos, banquetes, ascensos y condecoraciones por doquier. Al otrora esclavo Julián Ibarra le cambiará la vida de repente, pues se le conceden 500 pesos en efectivo, una bestia aperada, una casa en la calle Colombia siendo, además, ascendido al grado de capitán del Ejército. Por un golpe del destino sale del anonimato ganándose la estima de quienes le rodean, pero transcurrido breve tiempo las andanzas del ahora Capitán Ibarra se tuercen, como bien lo relata don Miguel Elías Dao en su obra El negro que le dio la espalda a la gloria.
A principio de 1826, informado por dos conocidos suyos sobre la venta en la plaza de un importante cargamento de cacao, deciden organizar el robo del pago recibido por Federico Pantoja, comerciante propietario de la cosecha. Pantoja era de Choroní y se había desplazado al puerto en su balandra, en compañía de su esposa, su ahijada Inesita, una sirvienta y tres marineros. El negro Julián, junto con sus compinches, darán muerte a seis de sus ocupantes, con excepción de la pequeña, escapando con el botín. La embarcación es remolcada al puerto donde la población estaba consternada por el horrendo crimen, mientras que las autoridades militares ordenaban una investigación.
Transcurrido algún tiempo desde el robo, y pensando Ibarra que todo había caído en el olvido, volvió a dejarse ver en público hasta que un día la pequeña Inés lo reconoce, resultando ello en su detención y posterior confesión, junto a sus compañeros de fechoría. De nada le valieron sus intentos por lograr el perdón del general Páez y los favores del coronel Manuel Cala, comandante de la plaza, ya que termina siendo sentenciado a muerte, previo retiro del grado con que había sido premiado. Sobre el personaje que nos ocupa, escribe el doctor Paulino I. Valbuena: “… no llegó a comprender el elevado concepto que había alcanzado en la conciencia pública, y la justa recompensa a que se había hecho acreedor; si no que dejándose arrastrar por brutales inspiraciones, manchó con la sangre de sus inocentes víctimas el campo en que ostentaba sus brillantes ejecutorias”.
¿Por qué un hombre que puede pasar a la historia por bueno, simplemente opta por transitar los caminos del mal? ¿Cómo puede un hombre bañarse de gloria y al mismo tiempo apostar por los más bajos instintos del ser humano? Interpretaciones para cualquiera de las conductas posibles sobran, entre ellas, su condición de esclavo y hombre explotado o quizás la creencia y conducta de muchos de los militares de la Independencia (incluido nuestro afortunado capitán) de que ellos merecían todo y a ellos les estaba permitido hacer de todo, como recompensa por los servicios prestados a la patria.
Julián Ibarra pudo haber pasado a la historia por la puerta grande, pero no lo hizo; en cambio, su vida es solo ejemplo de que un grado militar, en ausencia de valores y virtuosismo, no es más que un simple uniforme y unas apretadas, y a veces hasta inmerecidas, condecoraciones colgadas del pecho.
@PepeSabatino