Tanto en la vida como en la muerte Rudolf Nureyev dio que hablar. El 6 de enero de 1993, día de su fallecimiento, fue una fecha de conmoción para ballet universal. Hace 30 años, uno de los más celebrados y controversiales bailarines clásicos del siglo XX, dejó de existir en su casa de Llevallois-Perret, Isla de Francia. Su última aparición pública fue un año antes en la Ópera de París, con motivo del estreno de su versión de La Bayadera para la compañía de ballet de la histórica institución cultural.
Al momento de la valoración histórica, Nureyev puede ser considerado el bailarín más controvertido de la segunda mitad del siglo XX. Su excelencia artística junto a su violento temperamento, lo convirtieron en un icono universal imposible de desestimar. En 1961 fue su ruidosa evasión a Occidente del libertario integrante del tradicional elenco del Kirov de Leningrado (hoy de Mariinsky de San Petersburgo) y dos décadas después su única visita a Venezuela.
Suficientemente conocida es la anécdota que rodeó su nacimiento el 17 de marzo de 1938 en Irkutsk, Rusia, a bordo de un tren de pasajeros. La incesante aventura vital del personaje se inicia como prólogo de su convulsa existencia.
Desde muy joven Nureyev destacó por su pericia en la ejecución de las danzas tradicionales de Bashkortostán, región a la que llegó a vivir de niño. Sin embargo, su formación dentro del ballet fue tardía. Desde 1955 hasta 1958 estudió en el Instituto Coreográfico Vaganova de Leningrado, donde sorprendía por sus capacidades físicas e interpretativas de excepción.
Sus años como miembro del Ballet Kirov fueron reveladores de grandes potencialidades creativas y complejidades en su comportamiento, lo cual dificultó su acceso a la categoría de héroe nacional con la que se investía a los grandes artistas desarrollados en la Unión Soviética. Bailaba con la compañía en las provincias rusas y logró un lugar en un viaje a Viena, luego de la cual volvió a quedar confinado en su país.
El 17 de junio de 1961 resulta una fecha significativa para el ballet internacional. Ese día, Nureyev abandonó al Ballet Kirov en París, al finalizar una gira en la que había sido incluido a último momento como primer bailarín. El eufórico recibimiento con el que fue recibido por los públicos, tanto el general como el entendido, unido a su sonado escape, lo convirtió en un referente cultural ineludible.
El Ballet del Marqués de Cuevas fue la primera compañía occidental que acogió al bailarín estrella, en la cual debutó interpretando La bella durmiente. Poco después en Dinamarca conoció Eric Bruhn, primera figura del Ballet Real Danés, quien se convirtió en su amigo íntimo y protector.
En 1962, a instancias de Margot Fonteyn, se asocia al Royal Ballet de Londres, iniciando una nueva etapa profesional que lo proyectaría con fuerza dentro del ámbito de la danza europea. La pareja Nureyev-Fonteyn se convirtió en emblema y para la primera bailarina británica representó un segundo aire en su ya cumplida carrera artística. El corsario, Romeo y Julieta y Margarita y Armando, dieron cuenta de la notable empatía entre los intérpretes y de una época dorada vivida por ambos.
A finales de los años sesenta, Nureyev colaboró con el Ballet Nacional de Holanda y comenzó a figurar en algunos largometrajes relacionados con temas de danza. A comienzos de la siguiente década, concibe su propia puesta en escena de Don Quijote, presentada en Australia, que significó su primera experiencia como director.
Durante los setenta, viaja a Estados Unidos para protagonizar una reposición de la comedia musical de Broadway El rey y yo. Es invitado del American Ballet Theatre y de la Compañía de Martha Graham. Actúa en televisión y filma I am a dancer (1972), suerte de documental autobiográfico. Su incursión cinematográfica más reconocida fue Valentino (1976), de Ken Russell, donde interpretó, no con demasiado talento actoral, al ídolo Rodolfo Valentino. Fue un tiempo glamoroso para el bailarín que lo llevó a relacionarse con altas figuras del espectáculo y las elevadas esferas sociales internacionales.
Entre 1983 y 1989, Nureyev fue director artístico del Ballet de la Ópera de París, donde además de bailar, realizó nuevas producciones a partir de sus versiones coreográficas, todavía muy estimadas, de las obras académicas fundamentales, además de impulsar la nueva coreografía dentro de ese tradicional seno. Durante esa época, los imaginarios de Nureyev y Vaslav Nijinsky se acercaron. El primero asumió la reconstrucción histórica de las celebradas interpretaciones del paradigmático bailarín de los Ballets Rusos de Diaghilev. Petrushka, El espectro de la rosa y La siesta de un fauno, entraron en su cuerpo y su sensibilidad en más de un aspecto unidos al espíritu de Vaslav.
Los días 11 al 13 de agosto de 1981 Rudolf Nureyev actuó por única vez en el Teatro Municipal de Caracas, invitado por el Ballet de la Fundación Teresa Carreño, que había hecho su debut un año antes bajo la dirección de Rodolfo Rodríguez, en ocasión de las celebraciones por el centenario del coso capitalino. Allí interpretó Giselle, junto a Dominique Khalfouni, bailarina estrella de la Ópera de París. Su presencia en Venezuela despertó expectación, aunque dentro del medio nacional de la danza se llegó a considerar que esta se producía tardíamente. Como fuese, el mito se impuso por sobre cualquier otra especulación.
La bailarina venezolana Inés Rojas y el intérprete finlandés Leo Ahonen interpretaron los personajes coprotagónicos de Myrtha e Hilarión. Un novel cuerpo de baile de 35 ejecutantes tomó parte de este montaje de alta significación para el ballet nacional, que también se escenificó en el Poliedro de Caracas el día 14 de agosto.
Rudolf Nureyev, transformador de la presencia masculina en la danza académica, por muchos años apátrida y finalmente convertido en ciudadano austriaco, murió estigmatizado por su enfermedad, sin haber mermado nunca su gloria. Su carisma y sus tormentos internos siempre lo acompañaron. Su breve paso por Venezuela se convirtió en historia.