OPINIÓN

Gloria o contemplación

por Juan Carlos Rubio Vizcarrondo Juan Carlos Rubio Vizcarrondo

 

Una anécdota del mundo clásico cuenta cómo Calístenes de Olinto, sobrino de Aristóteles, quien lo sustituyó en la formación de Alejandro Magno, terminó siendo ejecutado. Calístenes, intelectual como era, pensó que podía mantener una línea de indagación filosófica de igual a igual con el rey macedonio y vivió las consecuencias. Si algo podemos extrapolar de tal suceso es el peligro latente de no diferenciar entre la comprensión de las realidades últimas y el juego en el que estamos involucrados los hombres. Por esta razón, debemos distinguir entre la búsqueda de la gloria y la contemplación de la verdad, a la vez que reconciliamos las contradicciones que encontremos en el camino. Para ello, contrastaremos las premisas sobre las cuales parten tales disposiciones.

Desde que el hombre es hombre, como planteó Oswald Spengler (1880-1936), este se ha distinguido por dos capacidades: el poder de observar, describir y anticipar, y el poder de crear, moldear e influir. En tal sentido, todos poseemos ambas capacidades en mayor o menor grado. No obstante, en cuanto a la maestría se refiere, ciertamente hay tanto personas que se dedican a observar y describir la realidad (filósofos, científicos, académicos, investigadores, etc.) como personas que invierten sus energías en moldear los acontecimientos (innovadores, empresarios, estadistas, militares, entre otros).

Este par de arquetipos, el observador de la realidad y el constructor de circunstancias, implican mentalidades diferentes. El observador se orienta hacia la búsqueda incesante de la verdad, que, en la medida en que la encuentra, lo lleva a un grado de aceptación de las cosas. Por otro lado, el constructor no se conforma ni con lo que dictan las circunstancias ni con la indiferencia de las verdades últimas; en cambio, busca las grietas donde pueda ejercer su voluntad y cambiar el curso de los acontecimientos. 

Estas formas de pensar responden, a su vez, a necesidades distintas. La observación responde a nuestra necesidad de comprender. Desde el instante en que pudimos abstraernos lo suficiente para tener concepto de tiempo y destino, surgió en nosotros una ansiedad enorme por entender las mecánicas de los fenómenos y la pertinencia —valga la redundancia— de que seamos conscientes de nuestra propia conciencia. La acción, en contraste, responde a la necesidad de realizarnos conforme a nuestra visión. Esta realización se caracteriza por la presencia de un obstáculo o adversario a vencer y el despliegue de la fuerza necesaria para lograrlo, pues realizarse no es más que ser testigo de lo que uno es capaz de hacer.

Podemos aprovechar el canon filosófico occidental para comparar dichas mentalidades. A modo de ejemplo, se puede precisar una diferencia fundamental entre el pensamiento de Arthur Schopenhauer (1788-1860) y Friedrich Nietzsche (1844-1900). El primero, partiendo de la observación de la transitoriedad de todo cuanto existe, no podía sino concluir que todos nuestros esfuerzos rinden tributo a la nada. El segundo, con base en la motivación que impulsa al hombre, planteaba la importancia de la voluntad de poder: ese deseo que tenemos de vencer y perseverar, junto con el amor fati (amor al destino), lo que es decir, la capacidad de aceptar la vida en todas sus dimensiones.

Uno podría preguntarse cuál de estos titanes del pensamiento tiene razón, pero, siguiendo lo comentado, esto sería un ejercicio inútil de elegir entre diferentes capas de una misma situación. Hay que asumir la paradoja de que ambas son fundamentalmente verdaderas. La apreciación de la mente de que las cosas cambian, que todo emerge, se consolida, se deteriora y se va, es igual de verídica que el hecho de que está en nuestra naturaleza avanzar y transformarnos constantemente, incluso si la última parada es la muerte.

Al final, con suficiente desapego y observación, podríamos llegar a ver que nuestras vidas no son más que un juego en el que elegimos ejercer distintos roles hasta que nos cansemos y veamos qué hay debajo de todo ello. Sin embargo, nuestra historia nunca empieza realmente por el final. Nunca empieza por el guerrero que decide retirarse y volverse ermitaño. Todos queremos participar en el juego y conocer la gloria de vencer, superar y abrazar nuestro destino. Así las cosas, podríamos decir que estamos doblemente bendecidos: equipados con la conciencia para comprender el universo y a nosotros mismos y, al mismo tiempo, dotados de la voluntad para dirigir nuestras vidas bajo el propósito y el rumbo que deseemos. Nada impide que podamos ver el juego como lo que es y, aun así, desear ganar con toda la convicción posible. 

@jrvizca