A veces dan ganas de hablar de otras cosas. Abrir un paréntesis para interrumpir la crisis venezolana que nos agobia de manera grave en todos los espacios de la vida y, lo peor, parece empeñada en achicarnos la esperanza. Es bueno el regatear el conflicto que nos ha tocado vivir, lo dicen los psicólogos y también, a su manera, el sentido común. Eludirlo a ratos, cuando se hace irrespirable.
Para hoy tenía una agenda larga de posibles temas, los que habitualmente formatean el país tan poco amable en el que hoy vivimos. Asuntos todos de origen político, de los que se encargan líderes en su mayoría incompetentes, que se guardan en el bolsillo sus propios intereses, y piensan poco en la suerte de nosotros, la gente de a pie.
Decidí, pues, escondérmele a la pandemia y dedicarle estas líneas a un gran jugador de fútbol que dentro de pocos días conmemora un nuevo aniversario de su nacimiento. Unas notas que encontré, escritas cuando la mayoría de los lectores seguramente no habían nacido, y que se refieren a la vida del jugador más espectacular que yo he visto (¡y cuántos habré visto!) en mi larga vida de futbolero. Reescribiéndolas espero darme un respirito y espero que a ustedes también.
Borracho, parrandero y jugador
Fue un hombre pequeño, descendiente de antepasados africanos e indígenas, de piernas torcidas y cómicas, una seis centímetros más larga que la otra y eso que se las operaron de niño, haciendo inevitable la pregunta de quién habría sido el cirujano que logró el milagro que después llegó a ser. Por si fuera poco, le dio poliomelitis y quedó con la columna vertebral torcida. Y, para redondear el cuadro, apenas pudo ir a la escuela, apenitas sabía leer y escribir, y se hizo adicto al cigarro a partir de los 10 años de edad.
De poca estatura, como dije, pero fuerte y compacto, de permanente mirada de azoro y de muy poco hablar, fue uno de los mejores futbolistas que ha habido, casi sin duda el más espectacular. Según la manía de los apodos, en vez de llamarse Manuel Dos Santos, como rezaba en su partida de bautizo, tomó la identidad de Garrincha, un pajarito del noreste de Brasil. Borracho, parrandero y jugador, como Juan Charrasqueado, el de la ranchera mexicana más conocida de Jorge Negrete, fue estrella a finales de la década de los cincuenta y hasta mediados de la siguiente y, para que su historia quedase redonda y completa, tanto en su gloria como en su tragedia, murió pobre y olvidado, muy tempranito, a los 48 años. Según los médicos falleció porque el cuerpo se le anarquizó, resultado de su alcoholismo crónico. Días antes de morir, Garrincha admitió emocionado: «Me convertí en un símbolo de lo que no se debe ser en la vida».
Ya muerto, se le hizo justicia: el velatorio se realizó nada manos que en el estadio Maracaná, repleto como en los grandes partidos, y su ataúd fue cubierto con una bandera de su club de siempre, el Botafogo.
Formó parte de la selección de su país en los mundiales del 58 y del 66, siendo Brasil campeón en ambas ocasiones. Cuentan los que lo vieron en la cancha, hay algunas películas y videos prehistóricos que lo atestiguan por si acaso, que fue travieso y divertido, infinitamente hábil con el balón, de gambeta indescifrable, nunca nadie sabía qué iba a hacer con la pelota, muchos creen que ni él tampoco. Fue emblema de un fútbol vistoso, casi de circo, que últimamente es artículo más bien escaso en los anaqueles del balompié actual. Y cosas de la vida, el psicólogo del seleccionado brasileño, el profesor Joao de Carvalhaes, consideraba que Garrincha era «un débil mental no apto para desenvolverse en un juego colectivo». A veces hay que cuidarse de lo que dice la ciencia, ¡uf!
«Señor, ¿pero los rusos no juegan?»
A propósito de esta versión de Garrincha vale la pena referir una historia muy reveladora de su personalidad. Durante el Campeonato Mundial de 1958, celebrado en Suecia, Vicente Feola, entrenador de la selección brasileña, reunió al equipo horas antes de un partido decisivo contra la Unión Soviética, en el que si no recuerdo mal se disputaba la semifinal, y durante largo rato explicó lo que había que hacer para derrotar al contrario.
Queda fácil imaginar al gordo Feola desplegando sobre una modesta pizarra, tiza en mano. Los planes del partido, tal como él lo anticipaba, pensándose a sí mismo, como el general que ordena sus tropas y las manda al asalto de posiciones enemigas, trazando la estrategia del movimiento de sus hombres, como si le diera su guion a cada quien. El asunto rezaba más o menos así, de acuerdo con la reseña de un periódico brasileño : “Gilmar saca de portería y se la pasa a Nilton Santos o a Bellini, este la lleva hasta el mediocampo y se la entrega a Zagallo, quien debe pasarla a Didí o a Vavá y se la triangula a Zozimo, quien se la pasa a Garrincha, y Garrincha la envia al área soviética para que Pelé la cabecee y la meta en el arco”.
Terminando la charla que los hacía obviamente victoriosos, Feola preguntó si alguien tenía algo que comentar, si requería alguna aclaración sobre lo expuesto. Garrincha, que usualmente no hablaba en estas reuniones, tomó de primero la palabra y dijo:
—Todo esto me parece del carajo, Feola, pero ¿los rusos no juegan?
Si resucitara, muchos se preguntan qué habría dicho Garrincha al ver a algunas de las selecciones últimas de su país, fabricadas por jugadores tan atléticos, ninguno gambeto como él, pero incapaces de una sutileza o de un adorno y limitándose a tratar de seguir el libreto del entrenador de turno, últimamente prescribiendo indicaciones ultraconservadoras y fundamentadas en algoritmos. Sin duda se habría sentido abochornado. Alguien, me parece, debería ir al cielo para pedirle perdón en nombre del “jogo bonito” que, en el equipo brasileño, alguna vez fue. Como diría Mafalda, hay partidos que no se juegan sino que se perpetran.
Breve digresión política
Si se me permite un paréntesis político, esta pregunta de Garrincha nos viene muy bien en estos tiempos venezolanos en los que nos ha ganado la convicción de que la realidad es tan maleable como la plastilina. Que las historias no pesan, que las rutinas y los hábitos no gravitan y el tejido social no opone resistencias. Como si en la política no hubiera adversarios, aunque aquí, los rusos sí juegan.
Es el voluntarismo político que no imagina obstáculos que se atraviesen en la consecución de los objetivos. En fin, se suele ignorar a los rusos, es decir, al equipo contrario, como lo advirtió, en su momento, Garrincha. Este punto ciego en la mirada al contexto pesa mucho en el país, sobre todo entre los sectores de la oposición.