A principios de 2010, es decir, apenas dos años después de que Felipe Calderón asumiera la presidencia, Rubén Aguilar y yo publicamos El narco: la guerra fallida. Se trató de un pequeño libro sin grandes pretensiones que aspiraba a mostrar cómo la famosa guerra del narco de Calderón descansaba en premisas falsas y estaba condenada al fracaso. Intentamos mostrar las bases endebles o francamente erróneas de dicha guerra: como la droga no “llegaba a tus hijos”; como la violencia no había aumentado entre los años anteriores al 2007; como el tema de las armas procedentes de Estados Unidos no explicaba la extensión de los cárteles; y como no disminuía ni el volumen de drogas entrando a México procedente de otros países, ni saliendo de México con destino a Estados Unidos, y tampoco la guerra alteraría los precios de dicha droga en el mercado norteamericano. Escribimos todo eso Aguilar Valenzuela y yo cuando pocos todavía habían concluido que la guerra de Calderón no iba a ningún lado; entre esos pocos recuerdo, más o menos en las mismas fechas, ensayos de Eduardo Guerrero y de Fernando Escalante en la revista Nexos.
Obviamente Rubén y yo no teníamos la menor sospecha de que la guerra estaba siendo conducida, o en todo caso codirigida, por quien mucho tiempo después sería sentenciado a 38 años de cárcel en Estados Unidos: Genaro García Luna. Sí sabíamos que el nombramiento de García Luna como secretario de Seguridad había sido objeto de cierto escepticismo, incluso por parte de quienes lo formaron. Recuerdo una cena en Nueva York, en compañía de Luis Téllez y Jorge Tello, donde este último, mentor de García Luna en el mejor sentido de la palabra, manifestó sus dudas sobre la idoneidad de García Luna, no como policía pero sí como secretario de Estado. Vemos hoy con el desempeño del alcalde de Nueva York, Eric Adams, expolicía también, acusado de corrupción, que en efecto no siempre es una buena idea sacar a un policía de su trabajo y encargarle otra tarea… Pero sí pensábamos Rubén y yo que algo estaba mal en toda esa guerra.
Éramos conscientes de los distintos asesores que alentaban la guerra de Calderón, procedentes de México y del extranjero, que se reunían con él desde antes de la toma de posesión, con el procurador -con quien García Luna terminaría enfrentado- Eduardo Medina Mora, y del escaso análisis e investigación que se llevó a cabo antes de tomar la decisión de lanzarse a la guerra a principios de 2006. Sobre todo, cuestionamos entonces, y sigo cuestionando ahora, la supuesta solicitud formulada por Lázaro Cárdenas, a la sazón gobernador de Michoacán, de que Calderón enviara al ejército a su estado. A pesar de que toda la comentocracia repite y repite que fue debido a dicha solicitud que se inició la guerra, nadie ha podido encontrar un solo testimonio escrito -entrevista, artículo, ensayo, libro, carta, email, etcétera- de que Cárdenas efectivamente hubiera formulado este pedido.
Por todo ello, me congratulo de la detención de García Luna, de que el jurado lo haya hallado culpable por unanimidad, y que ahora haya sido sentenciado, de hecho, a prisión vitalicia. A su edad, 38 años es una eternidad. No le tengo ningún tipo de rencor, lo vi una sola vez en mi vida. Salvo el caso ignominioso de la detención y el montaje de Florence Cassez, no tenía antecedentes del desempeño de García Luna encabezando la AFI durante el sexenio de Fox. Creo que si algo demuestra la terrible equivocación que cometió Calderón al iniciar su guerra es el destino de García Luna.
El problema es que la guerra no ha terminado. Tanto Peña Nieto, como López Obrador y ahora Claudia Sheinbaum, todos reniegan de la guerra de Calderón, pero la han seguido librando. Peña Nieto lo hizo en silencio y sin faramallas; López Obrador declaró una especie de tregua unilateral, pero la violencia siguió y el ejército se mantuvo en las calles, en las carreteras, en zonas enteras del país, sin que nada de eso haya tenido el menor efecto sobre el poderío y la riqueza de los cárteles. En todo caso, esta guerra, que lleva ya casi dos décadas, lo único que ha hecho es haber obligado a los cárteles a extender sus actividades a otros ámbitos como la extorsión, el tráfico de personas, de órganos, de niños y niñas, y de todo tipo de otros bienes y servicios.
Como lo dice Carlos Pérez Ricart en su columna de Reforma, el precio de la cocaína en Estados Unidos no ha variado; la extensión de la siembra de hoja de coca en Colombia, en Perú y en Bolivia ha aumentado dramáticamente; el modelo de negocio del fentanilo, producido en México con precursores químicos procedentes de la China y de la India, es mucho más difícil de combatir que los esquemas de otras drogas; y sobre todo, la violencia en México, en términos comparativos con lo que existía antes de la guerra de Calderón, es decir, en los sexenios de Fox y de Zedillo, no ha menguado.
Desde luego, no tengo cómo saber si García Luna efectivamente se coludió con el cártel de Sinaloa. Los testigos presentados en Brooklyn son todos cuestionables. No hay pruebas físicas de su culpabilidad. El sistema de jurados de Estados Unidos tiene muchas virtudes, pero también defectos: los miembros de un jurado pueden verse influenciados por la reputación de un país, de una organización, de un partido político, etcétera. Pero en todo caso, García Luna es culpable de haber codirigido esa guerra, haberle aconsejado a Calderón que la iniciara y la mantuviera, y de introducir una serie de tácticas y estrategias que condujeron a más violencia a lo largo de los años. De eso sí es culpable, y si termina su vida en una prisión Supermax por esto o por complicidad con el Chapo Guzmán, me da más o menos lo mismo. Qué bueno que lo condenaron; qué lástima que no haya sido en México.