Las reflexiones sobre Gandhi, que George Orwell plasmó en un breve ensayo en 1949, se revelan como un documento sorprendentemente contemporáneo en la discusión sobre la lucha contra el autoritarismo y los límites del pacifismo. Orwell, con su aguda percepción de la política y su firme compromiso con la claridad moral, no solo desentraña las complejidades de la resistencia no violenta en un mundo cada vez más oscuro, sino que también aborda la tensión inherente entre ideales y realidades políticas. Su análisis proporciona una visión penetrante sobre cómo la teoría gandhiana puede enfrentarse a la crueldad y la opresión de los regímenes totalitarios, y hasta qué punto el pacifismo puede convertirse en un ejercicio de futilidad cuando se enfrenta a la maquinaria implacable del poder autoritario. La vigencia de estas reflexiones invita a cuestionar el papel del pacifismo en un mundo donde la tiranía y la represión parecen ser la norma, y donde la resistencia no violenta a menudo se enfrenta a obstáculos insuperables. En un tiempo y contexto donde la lucha contra el autoritarismo sigue siendo un desafío crucial, las observaciones de Orwell sobre Gandhi siguen ofreciendo lecciones fundamentales y una perspectiva crítica sobre la efectividad y las limitaciones de las estrategias de resistencia.
El límite del pacifismo
Mohandas Gandhi, nacido en 1869, es indudablemente una de las figuras más veneradas en la historia moderna, no solo por su lucha contra el imperialismo británico, sino por su firme creencia en la resistencia no violenta. Sin embargo, al considerar el impacto de su filosofía en contextos distintos al suyo, surgen interrogantes significativos sobre su comprensión y aplicabilidad, especialmente cuando se enfrenta al fenómeno del totalitarismo.
La premisa fundamental de la resistencia gandhiana es el despertar del mundo a la injusticia mediante la visibilidad y la exposición pública. Esta estrategia, que encontró resonancia en su lucha contra el colonialismo, parece insuficiente y hasta ingenua frente a regímenes que operan en la oscuridad.
El tratamiento relativamente paciente que Gandhi recibió por parte de los británicos y su habilidad para atraer la atención de la prensa no eran meros productos de su carisma. Estos eran elementos integrales de su estrategia, diseñada para iluminar su causa a los ojos del mundo y movilizar la opinión pública. Gandhi entendía que para desafiar eficazmente una potencia imperial, era esencial que el mundo viera sus acciones y escuchara sus demandas. En este sentido, su enfoque dependía de una infraestructura mediática y una libertad de expresión que permitieran la visibilidad de su mensaje y sus métodos.
El problema surge cuando trasladamos esta visión a un contexto totalitario. «Es difícil -insiste Orwell- ver cómo podrían aplicarse los métodos de Gandhi en un país donde los opositores al régimen desaparecen en mitad de la noche y nunca se vuelve a saber de ellos.» El concepto de desobediencia civil y resistencia no violenta se vuelve problemático sin libertad de expresión o al menos una opinión pública aunque fuere restringida. ¿Cómo puede una estrategia basada en la visibilidad y la comunicación sostenerse en un país donde la represión y el silencio son la norma? El caso de Rusia bajo el régimen de la Unión Soviética durante la época de Stalin demuestra que sin un espacio para la libertad de prensa y el derecho de reunión, la desobediencia civil se convierte en un acto de alto riesgo sin una salida clara. «Las masas rusas sólo podrían practicar la desobediencia civil si la misma idea se les ocurriera a todos a la vez, e incluso en ese caso, a juzgar por lo ocurrido durante la hambruna ucraniana, no hubiera surtido ningún efecto». Gandhi, a pesar de su aguda percepción de la opresión colonial, podría no haber comprendido completamente cómo sus métodos se desmoronarían en el vacío de un régimen totalitario. En los contextos opresivos, el acto de aparecer en la arena pública para hacer oír la voz se vuelve inviable. La falta de una plataforma para el discurso y la protesta limita drásticamente la capacidad de provocar un cambio o siquiera de comunicarse con el adversario.
La cuestión entonces se torna aún más compleja cuando consideramos la política internacional. Gandhi, en su pacifismo, a menudo se enfrentó a dilemas morales y prácticos que cuestionaban la aplicabilidad de su filosofía en un ámbito global. Durante la Segunda Guerra Mundial, sus declaraciones contradictorias sugieren una consciente lucha con la realidad de un mundo que no siempre respondía a gestos generosos con reciprocidad. Aquí radica la dificultad: «Aplicado a la política exterior, el pacifismo deja de ser tal, o bien se transforma en apaciguamiento», cuando se enfrenta a regímenes que no valoran ni responden a la buena voluntad.
Además, el supuesto gandhiano de que la humanidad responde a la generosidad se enfrenta a severos desafíos cuando se trata de tratar con líderes o regímenes que parecen operar fuera del marco de la racionalidad y la empatía. ¿Podemos aplicar el mismo principio de acercarse a las personas y esperar una respuesta amigable en el caso de figuras como Hitler, cuya ideología y acciones reflejan una completa negación de los principios de justicia y humanidad? La gratitud y la reciprocidad no siempre juegan un papel en la política internacional, especialmente cuando se trata de naciones o líderes cuyo comportamiento está dictado por objetivos y valores fundamentalmente diferentes.
Virtud y azar
En la compleja trama de la política contemporánea mundial, donde los adversarios no son meras sombras en el horizonte, sino figuras definidas con motivaciones, estrategias y narrativas propias, se hace indispensable trazar un mapa que permita navegar por estas aguas agitadas. La política, como un juego de ajedrez en el que cada movimiento puede significar la victoria o la derrota, exige un conocimiento profundo del enemigo. No se trata únicamente de identificar sus debilidades, sino de comprender su esencia, su forma de pensar, los relatos que construyen para justificar sus acciones y, sobre todo, las fuerzas que movilizan.
Los retos son múltiples y variados, y en este escenario se entrelazan la virtud del liderazgo y el azar de las circunstancias, diría el gran florentino. Un líder eficaz no solo debe ser capaz de inspirar y movilizar a su base, sino también de adaptarse a un entorno cambiante que puede alterar radicalmente el curso de los acontecimientos. A menudo, las victorias más resonantes han sido el resultado de una combinación de preparación meticulosa y una pizca de fortuna.
La lucha política es un campo de batalla donde el conocimiento se convierte en la mejor arma. Conocer al adversario y a nosotros mismos es el primer paso hacia la victoria. Sin embargo, la historia nos recuerda que incluso los planes más elaborados pueden verse frustrados por el caprichoso azar de las circunstancias. Así que, mientras trazamos nuestras estrategias y delineamos nuestros objetivos, nunca debemos olvidar que en esta lucha constante por el poder y la verdad, el conocimiento es nuestro aliado más fiel.
En un mundo donde la sombra del autoritarismo se cierne sobre muchas democracias, la lucha política se convierte en un ejercicio de precisión casi quirúrgica. No se trata simplemente de oponerse a un régimen; es un arte complejo que exige una calibración meticulosa del adversario. La naturaleza ideológica de un gobierno autoritario no es solo un dato a considerar, sino una brújula que orienta cada acción, cada estrategia.
Los regímenes autoritarios no son homogéneos; cada uno posee su propia narrativa, su propia justificación para el ejercicio del poder. Algunos se envuelven en un manto de nacionalismo exacerbado, otros apelan a una supuesta superioridad moral o cultural. Conocer esta ideología es fundamental, no solo para desarticularla, sino para ofrecer una alternativa creíble y atractiva. Ignorar este aspecto sería como enfrentarse a un adversario en el tablero de ajedrez sin conocer las reglas del juego.
Así, el legado de Gandhi, aunque monumental en su contexto, nos invita a reflexionar sobre los límites de su enfoque en un mundo donde la visibilidad y la comunicación abierta no siempre son posibles. El pacifismo, en su esencia, se enfrenta a una prueba de resistencia en el contexto de regímenes totalitarios y en la arena de la política internacional. La pregunta subyacente es si los ideales gandhianos pueden adaptarse y sobrevivir en un mundo donde el poder opera desde la penumbra y donde la gratitud y la reciprocidad no siempre se encuentran en el diccionario de la política global. La figura de Gandhi sigue siendo un faro de esperanza, pero también un recordatorio de las complejidades y limitaciones de aplicar un enfoque de resistencia no violenta en todos los contextos históricos y políticos.
Desobediencia y determinación
En los procelosos mares de la política colonial británica, el papel de Mahatma Gandhi se erige como una paradoja fascinante. «Era evidente que los ingleses lo usaban, o creían usarlo», anota Orwell. En términos estrictos, Gandhi era un adversario, un nacionalista que cuestionaba el orden establecido. Pero, paradójicamente, en medio de la tormenta de la crisis, cuando su misión era frenar la violencia —lo que desde el punto de vista británico se interpretaba como un obstáculo a cualquier acción efectiva—, se le consideraba «nuestro hombre». Esta disyuntiva moral no escapaba a las observaciones cínicas de los círculos privados. En ese contexto, Gandhi representaba una anomalía: un adversario que, por su propio ethos, impedía la violencia sin dejar de ser un enigma para sus detractores.
El 6 de abril de 1930, bajo el cielo de la India, Gandhi avanzaba hacia el océano con sus seguidores -relata Nicholson Baker en su Humo humano, (inmenso mosaico de testimonios múltiples de la primera mitad del siglo XX)-, como un anciano profeta cuyo destino parecía haberse entrelazado con el propio mar. Había decidido emprender una de las gestas más emblemáticas de su lucha por la independencia: oponer resistencia al monopolio imperial británico sobre la sal. Sus palabras, cargadas de una solemnidad casi mítica, resonaron entre la multitud: «Observad, estoy a punto de enviar una señal a la nación». Mientras recogía unos pocos granos de sal marina, se gestaba un acto que trascendería las simples acciones de desobediencia civil para convertirse en un símbolo de resistencia.
Lord Irwin, el virrey británico, observaba desde su despacho en un palacio distante. La administración colonial había reprimido ya a muchos de los discípulos de Gandhi, y temía que arrestar al propio Gandhi desatara una tormenta que resultaría imposible de controlar. En sus círculos más íntimos, Irwin se consuela con la idea de que Gandhi, cuya salud se encontraba deteriorada, no resistiría mucho más. «Siempre me han dicho que su presión arterial es peligrosa y que su corazón no estaba demasiado bien», se murmura en las sombras de la administración, «y hace unos días también me dijeron que su horóscopo predice que morirá este año. Sería una solución muy feliz». La esperanza británica de que la enfermedad y el destino acabarían por hacer el trabajo que la fuerza no pudo, se desmoronó rápidamente.
Gandhi no murió, por supuesto. En lugar de eso, el viejo líder y sus 60.000 seguidores fueron arrestados, enfrentando una represión que no conocía de medidas a medias. En Peshawar, en la frontera norte de la India, las tropas británicas dispararon contra una multitud de musulmanes que protestaban contra el dominio británico en el asunto de la sal, segando varias vidas en un acto de brutalidad que se convirtió en una marca indeleble en la memoria de la nación. Los ataques aéreos que siguieron, descritos por The New York Times como una «limpieza» de la región, llevaron la represión a niveles extremos, revelando una cara del imperialismo que no conocía el límite de la humanidad.
El sueño de Gandhi de una India libre, sostenido en la arena de la resistencia pacífica, se mantenía firme a pesar de la opresión implacable. En sus actos de desobediencia y en la determinación de aquellos que lo seguían, se forjaba una esperanza que, incluso en los momentos más oscuros, desafiaba la arrogancia imperial y afirmaba el valor incalculable de la dignidad humana.
Inocencia e hipocresía
La actitud de los millonarios indios, por otro lado, reflejaba un matiz de cálculo similar. Gandhi, con su predicación de arrepentimiento y humildad, era preferido frente a socialistas y comunistas que, de haber tenido la oportunidad, sin duda habrían despojado a los ricos de su fortuna. Esta preferencia, aunque era un reflejo de los intereses en juego, revelaba un reconocimiento tácito del papel que Gandhi desempeñaba, al menos mientras no se dirigiera su no violencia hacia otros conquistadores, como sucedió en 1942. En aquel entonces, los conservadores británicos, incapaces de comprender el fenómeno Gandhi sin el filtro de sus intereses, reaccionaron con una mezcla de indignación y desconcierto.
Los funcionarios británicos, que solían comentar sobre Gandhi con una mezcla de regocijo y desaprobación, no podían ocultar una admiración genuina por sus métodos. Nadie sugería que Gandhi fuese corrupto o vulgarmente ambicioso, ni que sus actos fueran impulsados por el miedo o la malicia. Al evaluar una figura de su magnitud, se tiende a elevar el listón de las expectativas casi instintivamente. Así, algunas de sus virtudes, como su extraordinario valor físico, han pasado desapercibidas. La forma en que enfrentó su muerte fue testimonio de un coraje poco común en el ámbito público, un hombre que valoraba menos su pellejo que la causa por la que luchaba. Además, su aparente ausencia de la suspicacia maníaca que E. M. Forster describía como el vicio indio por excelencia, contrastaba notablemente con la hipocresía que se atribuía al carácter británico.
Winston Churchill parece haber sido una excepción en su visión respecto a Ghandi. El 11 de diciembre de 1930, en la fría distancia del poder británico, Churchill dejó claro que el nombre de Gandhi se había convertido en el nuevo epítome del desafío a la autoridad imperial. Según las citas de Baker, en una carta que destilaba la furia de un hombre cuya paciencia estaba a punto de agotarse, Churchill se despachó con una retórica que no dejaba lugar a dudas: “La verdad es –escribió- que tarde o temprano habrá que luchar contra el gandhismo y todo lo que representa y aplastarlo definitivamente. De nada sirve tratar de satisfacer a un tigre alimentándolo con carne de gato”. La metáfora, cargada de la típica bravura de Churchill, revelaba la creciente preocupación por el impacto que el movimiento de Gandhi estaba teniendo sobre el dominio británico en la India.
Apenas un mes después, en enero de 1931, Gandhi fue puesto en libertad bajo condiciones que no parecían presagiar una solución definitiva. Con la perspicacia de un líder que comprendía la importancia de cada gesto, Gandhi escribió una carta al virrey, Lord Irwin, solicitando una reunión. “Querido amigo –decía Gandhi en su misiva,–: Amigos cuyos consejos valoro mucho me han indicado que debería pedir una entrevista con usted”. En su voz resonaba una calma que desafiaba la turbulencia política que lo rodeaba.
Irwin, sorprendido y quizá algo intrigado por la aparente calma del líder indio, lo invitó al palacio. Lo que siguió fue una serie de encuentros entre los dos hombres, cargados de conversaciones que parecían abrir una puerta a una posible reconciliación o a un entendimiento mutuo. Sin embargo, la aparente tibieza en el tratamiento del asunto provocó una nueva explosión de indignación en Churchill. El 23 de febrero de 1931, en un discurso encendido, el premier británico arremetió contra lo que consideraba un “acercamiento débil, desatinado”: “Es alarmante y también repugnante ver al señor Gandhi, abogado sedicioso del Maddie Temple, haciéndose pasar ahora por un faquir de un tipo muy conocido en Oriente, subiendo semidesnudo la escalinata del palacio virreinal, mientras sigue organizando y dirigiendo una campaña desafiante de desobediencia civil, para parlamentar en pie de igualdad con el representante del rey-emperador. Semejante espectáculo no puede hacer más que incrementar la agitación en la India”.
La escena que Churchill describía, con Gandhi desafiando al imperio en una simple túnica, subiendo la escalinata del palacio virreinal, se convirtió en un símbolo de la tensión entre dos mundos que no podían coexistir sin un enfrentamiento. La confrontación entre la figura del “faquir” y el poder imperial británico representaba mucho más que una mera negociación política; era una lucha por la dignidad y la independencia que resonaba en cada rincón del vasto subcontinente. En el torbellino de estos eventos, la figura de Gandhi, lejos de ser aplastada, se consolidaba cada vez más como un desafío constante al dominio británico, al tiempo que Churchill se encontraba atrapado en un laberinto de indignación y frustración, incapaz de encontrar una solución que apagara el fervor de la resistencia india.
En última instancia, Gandhi permaneció como una figura fascinante y compleja, cuya influencia desafió las categorizaciones sencillas y reveló las tensiones subyacentes de un imperio en decadencia. Su vida y legado se entrelazan con las contradicciones de la época, ofreciendo una visión penetrante de cómo el poder y la moralidad pueden intersectarse de maneras inesperadas.
Dignidad y firmeza
El 12 de septiembre de 1931, Mohandas Gandhi, el emblemático líder de la resistencia pacífica, llegó a Inglaterra. En un gesto que desafiaba las convenciones de la política y el protocolo, decidió alojarse en Kingsley House, un asilo de pobres en el East End de Londres. En su elección de residencia se podía leer una declaración implícita sobre su visión del mundo y su mensaje: el líder que había desafiado al imperio no se dejaría arrastrar por las pomposidades del poder.
Aquel día, Gandhi, con la modestia que lo caracterizaba, se dirigió a Estados Unidos a través de un programa de radio transmitido en directo por la CBS. En su discurso, cargado de una sabiduría que parecía trascender los tiempos, expresó: “Personalmente preferiría esperar siglos, si hiciera falta, a emplear medios cruentos para obtener la libertad de mi país. El mundo está más que harto de tanto derramamiento de sangre. El mundo busca una salida y me halaga creer que tal vez este viejo país que es la India tendrá el privilegio de mostrar la salida al mundo anhelante.” Con estas palabras, Gandhi no solo defendía su estrategia de no violencia, sino que también se erigía en un símbolo de esperanza global, ofreciendo a la humanidad una alternativa a la brutalidad.
Durante su estancia en Inglaterra, Gandhi se reunió con una variedad de figuras destacadas, en un esfuerzo por exponer su causa y ganar simpatías. Conversó con el rey y la reina, el arzobispo de Canterbury, el director de la Balhold, George Bernard Shaw, y lord Lothian. También se encontró con obreros textiles de Lancashire y cuáqueros influyentes, construyendo puentes con diferentes sectores de la sociedad británica. Cada encuentro, cada diálogo, parecía un paso más en su audaz misión de mostrar al mundo el poder de la resistencia pacífica.
Sin embargo, había una figura cuya ausencia era casi tan significativa como su presencia: Winston Churchill. Gandhi había solicitado una reunión con el primer ministro, un deseo que se volvió uno de los grandes fracasos de su visita. Churchill, que en ocasiones había demostrado un desprecio feroz por el “gandhismo” y su influencia, rehusó encontrarse con el líder indio. Este desdén no solo reflejaba la resistencia británica a aceptar la autenticidad de la propuesta gandhiana, sino que también ponía de manifiesto la profunda fractura entre dos visiones del mundo: la del poder imperial y la de una resistencia que buscaba, a través de la no violencia, una nueva forma de redimir a la humanidad.
Gandhi, al final de su visita, dejó a los británicos con la sensación de haber asistido a un evento que iba más allá de la mera política: se trataba de un desafío a las estructuras de poder y una llamada a la reflexión sobre el verdadero significado de la justicia y la libertad. En su silencio, en su dignidad, y en su firmeza, Gandhi seguía siendo un enigma y una inspiración, un hombre que había logrado convertir el sufrimiento en un mensaje de esperanza para todo el mundo.
Ingenio y moralidad
En el vasto escenario de la historia, donde las luchas por la libertad han tejido un tapiz de valentía y sufrimiento, hay un matiz que a menudo se pasa por alto: la complejidad de enfrentar a un gobierno colonial que, a su vez, se presenta como democrático en su interior. Esta es una paradoja que nos invita a reflexionar sobre las condiciones en las que se libran las batallas por la independencia y la justicia.
Gandhi, en su búsqueda de la verdad y la justicia, supo utilizar la fuerza moral como arma. Su estrategia de resistencia pacífica se alimentaba de la idea de que la verdad siempre prevalece, incluso frente a los poderes más opresivos. Sin embargo, esa misma estrategia podría haber resultado suicida ante un régimen que no conocía límites. La violencia sistemática del nazismo habría convertido cualquier intento de diálogo en un acto desesperado y fútil.
La historia nos enseña que cada lucha es única y que las condiciones bajo las cuales se libra pueden determinar su éxito o su fracaso. En este sentido, Gandhi nos ofrece una lección valiosa: la resistencia puede ser poderosa incluso en los sistemas más complejos, siempre que sepa jugar sus cartas con inteligencia y humanidad. Al final del día, enfrentar al opresor no es solo una cuestión de fuerza; es también un ejercicio de ingenio y moralidad. En esta paradoja reside la esencia misma de la lucha por la libertad: saber cuándo y cómo desafiar al poder sin perder de vista lo que está en juego.