Quedan treinta y pocos días para las elecciones gringas. Le pregunto a Joaquín Pérez-Rodríguez (un experto en materia electoral con mas de veinte años de experiencia internacional y cuarenta en Venezuela, hoy radicado en Estados Unidos) quién ganará la contienda el 3 de noviembre próximo. Esto es lo que me responde:
“En Estados Unidos, dado el inesperado resultado de la elección presidencial pasada, muchos están temerosos de decir que Biden será el ganador en las próximas elecciones. Yo no. En realidad, las encuestas se equivocaron en dos estados. En todos los demás acertaron o quedaron en el margen de error. Hoy Biden aparece ganando en las encuestas nacionales en 8 de los 9 estados que ganó Trump y decidirán, con márgenes sólidos. Además, Trump le cae mal a 10% más de votantes y nadie vota por un candidato que le caiga mal. Las encuestas no se equivocan dos veces”.
Rotunda respuesta. En efecto, cuando se pregunta a los estadounidenses sobre la “favorabilidad” de Trump, el presidente, sistemáticamente, suele perder por un margen de 10 puntos. Ese elemento, claro, está relacionado con el voto popular y no con el Colegio Electoral. Ello explica que en 2016 Hillary Clinton ganara por casi 3 millones de votos, pero perdiera en el Colegio Electoral 306 a 232.
¿Es eso “democrático”? Depende. Estados Unidos es una República regida por leyes, en la que se tiene en cuenta la voluntad de los estados. No es “solamente” una democracia electoral gobernada por la aritmética. Eso se deja a los 435 congresistas de la Cámara de Representantes, dado que cada uno representa un distrito donde viven aproximadamente 700.000 personas.
La Cámara Alta, en cambio, se forma con 2 senadores por Estado, 100 en total, independientemente del número de electores que residan. En el despoblado estado de Wyoming (menos de medio millón de habitantes) bastan unos pocos millares de sufragios para ser elegido, mientras en California (casi 34 millones), Texas (21 millones), Nueva York (19 millones) Florida (16 millones) se necesitan, literalmente, millones de sufragios.
Es verdad que todavía no se han realizado los debates, pero esas ceremonias no sirven para inclinar a los electores. Recuerdo las elecciones peruanas entre Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori (1990). Mario barrió el suelo con “el Chino”, pero fue inútil. Los peruanos habían decidido que las elecciones no eran un concurso de oratoria. Eligieron, como siempre sucede, al que suponían era más conveniente para ellos en el plano personal.
De alguna manera, se trata de un plebiscito sobre el actual presidente estadounidense. Son muy pocos los que a estas alturas no han tomado partido a favor o en contra de Trump. Como los partidarios de Trump son “inasequibles al desaliento”, no les importa votar por su ídolo, pese a sus evidentes fallas de carácter. Deliberadamente, ignoran sus relaciones con Putin o con Kim Jong-un, sus mentiras constantes, y su negacionismo científico, pese a los más de 200.000 muertos generados por la pandemia.
No les importa su condición de bully, capaz de empujar al pobre presidente de Montenegro, tirarle el teléfono al primer ministro de Australia, no obstante tratarse de uno de los mejores aliados de Estados Unidos, maltratar a los daneses por no querer venderle Groenlandia, o estar dispuesto a agarrar por la entrepierna a cualquier señora que se le antoje.
Las tres cuartas partes de los electores demócratas saben que, tal vez por razones de edad, Joe Biden no aspire a un segundo mandato, pero tampoco les importa. El objetivo es sacar a Trump de la Casa Blanca. Están votando con el hígado, que es una víscera tan legítima en los procesos electorales como el cerebro o el corazón. Incluso, es posible que Biden se incapacite en su primer período en la Casa Blanca, pero para eso confían en las instituciones democráticas y en la senadora Kamala Harris, capaces unas y otra de conducir a buen puerto a Estados Unidos.
Al fin y al cabo, nueve presidentes fueron sustituidos por sus “vices” (Zachary Taylor, Abraham Lincoln, James Garfield, William H. Harrison, William McKinley, Warren Harding, F. D. Roosevelt, John F, Kennedy, y Richard Nixon). Cuatro fueron asesinados, cuatro murieron de muerte natural y Nixon renunció para no enfrentarse a una destitución, que era una especie de muerte cívica. Los españoles lo dicen con una frase muy gráfica: “Los cementerios están llenos de personas insustituibles”.
Lo importante es que los demócratas comprendan que si ocurre lo improbable, y Trump sorprende otra vez el 3 de noviembre, el país sufrirá lo suyo en materia de imagen, pero no se romperá en pedazos. Y los republicanos, por su parte, acepten que nada excepcional ocurrirá si, como pronostican Joaquín Pérez-Rodríguez y otro centenar de pundits, gana Biden.
Estados Unidos es mucho más sólido que sus partidos tradicionales. A la postre, cuatro presidentes solo gobernaron un período de cuatro años en el siglo XX porque perdieron la reelección: Taft, Hoover, Carter y Bush (padre). Parecía que el mundo se acababa con esas cuatro derrotas, pero no pasó nada. Esperemos que así suceda esta vez.