Tengo cierta prevención hacia las series de Netflix, no porque no me gusten –todo lo contrario– sino porque me causan una adicción inmediata y me alejan de la lectura, que es lo que más disfruto en esta vida. Su capacidad de comprometer mi voluntad y hacerme quedarme enganchado, me hizo ver en una oportunidad 29 capítulos consecutivos de House of Cards, a la que finalmente abandoné en el momento cuando el culebreante y malévolo Frank Underwood obtuvo para sí la presidencia de Estados Unidos. Ni hablar de las temporadas de The Crown, que he visto de una sentada. De modo que últimamente me estoy cuidando de toda serie que marque más de una temporada. Jamás vi por ejemplo esa eternidad llamada Games of Thrones, ni me pongo a invocar los análisis que la proponen como objeto de estudio para papers académicos para las melancólicas revistas indexadas. Sigo insistiendo en que no hay mejor opción que la lectura, donde la imaginación la pone uno. El elemento activo, creador, es el lector. En las series, se pasa a ser sujeto pasivo y consumidor de la historia. Pero, obviamente todo escogemos y opinamos sobre nuestras preferencias.
Netflix o el streaming en general tiene una oferta mucho más rica y es odiado por Hollywood porque los está desbancando y lo está haciendo mejor que el buenismo que está vampirizando la sangre del negocio. Tenemos la posibilidad de ver películas o series de toda la América Latina. O películas iraníes, o africanas o coreanas. La globalización ha llegado a nuestros controles, y lo mejor es que ha venido sin publicidad. Vamos directamente al producto sin más compañía que nuestro personalísimo gusto, y con la afirmación de lo que ya escogemos. Hace unos años podíamos acercarnos, digamos a una película portuguesa, si la embajada de ese país, organizaba un festival de cine. Hoy los festivales los confeccionamos nosotros mismos en nuestras casas. Definitivamente, el mundo es cada día mejor.
En estos días, y por supuesto de una sentada, pude ver una miniserie de esas breves que ahora reivindico, y que recomiendo de inmediato. Gambito de dama (The Queen´s Gambit) dirigida por Scott Frank y protagonizada, fundamentalmente, por Anya Taylor–Joy, una actriz americana de origen argentino–británico con apenas 24 años. La trama gira alrededor de una jugadora de ajedrez, huérfana, criada en un orfanato de buenas costumbres y elevados principios, que aprende a jugar con el conserje del colegio, pero que decide vivir para siempre en el juego, siendo que además es superdotada. Más allá de la historia en la que la genio logra vencer las dificultades e imponerse en el mundo del tablero, hay ciertos elementos que apuestan a favor de convertirla en una serie mayor donde queda expuesto todo lo relativo a la superación humana y a los peligros de no entender cómo se pavimenta la vía para echarla a andar.
Lo extraordinario es cómo la serie concilia la genialidad con la realidad, lo cual nunca ha sido fácil y menos para los genios quienes, a pesar de serlo, a veces suelen recorrer un camino más tortuoso para demostrarlo. Decía Salvador Dalí que “para ser un genio, hay que comenzar creyéndose un genio”. En el caso de la ajedrecista, Beth Harmon, el súper talento está allí, a veces estimulado por el consumo de psicotrópicos, pero se trata de hacerlo valer en el mundo. ¿Cuántos genios no se han quedado en el camino por no saber de dónde a dónde tienen que ir? La niña prodigio es adoptada y corre con la suerte del apoyo de una madre aficionada al Martini. A pesar de estar rodeada de gente, lo único que le interesa es su arte, el ajedrez. Y en esto consiste la satisfacción única de la vida: el oficio que la mueve. Ni siquiera el amor logra conmoverla. No hay nada que esté en el centro de su interés que no sea su juego. Lo esencial de su existencia es ser una campeona internacional, lo demás es adjetivo. Y todo tiene que girar alrededor de esa entrega, de esa lucha sin cuartel. Naturalmente, la genialidad peca de soledad, pero es inevitable. El saber estar sola consigo misma, es parte inevitable del proceso. Y allí entra la necesidad de dominar todo el arte del ajedrez al mismo tiempo que su estrategia, intuitiva o de riesgo. Los demás están como una puesta en escena para conseguir la meta final. Guste o no, el egoísmo individualista es el ingrediente de las grandes ambiciones. Pero el trazado de la vida se lo impone nuestra competidora desde un principio. Me ha interesado mucho en la serie, la exaltación de la competencia, el tema de la continuidad dentro de la pasión, y fijar la devoción verdadera. Una de las principales obligaciones que tenemos con nosotros mismos, es la continuidad de nuestros quehaceres. Hacer lo que te guste y no abandonarlo. Nunca renunciar, nunca retirarnos, nunca dejarnos vencer. Por ello, no me puede causar sino risa y hasta estupor todos los cantamañanas que hablan a diario de reinventarse. Pero si reinventarse es renunciar a lo que eres, y a lo que has acumulado en términos de experiencia. Más allá de las circunstancias personales o históricas, la reinvención es un acto que roza la consciencia del fracaso. La ajedrecista se propuso su desarrollo pleno como jugadora. Y pudo cumplir aquello que predicaba el poeta Friedrich Hölderlin, encerrado en su torre poética a orillas del Neckar y acusado de haber perdido la razón: “Que así el hombre no traicione lo que de niño prometió”, frase que por cierto hace suya Ernesto Sabato, en su inigualable libro La resistencia, donde se aferra a que nunca podamos dejar de hacer. En un momento de la película, Beth le pregunta al campeón de los EEUU: ¿tú también juegas en encuentros imaginarios? A lo que él responde, ¿acaso no lo hacemos todos? Lo que trae a cuento la novela de Stefan Zweig, Die Schachnovelle, en la que un perseguido seguía interminables partidas enfrentándose a sí mismo.
Naturalmente, la genialidad es excepcional, pero puede ser ejemplar. De allí que la serie sea especialmente provocadora para quienes tengan problemas vocacionales, y quieran enfrentarse a sus propias contradicciones. Porque si por algún derrotero nos conduce, es para identificar cuando debemos continuar y no sentirnos acabados. La dirección artística de la serie es poco menos que impecable en el recorrido de la protagonista por su vida de sex, drugs & rock´n roll, pero también de constancia en medio de las excentricidades. Allí están los magníficos años sesenta con toda su estética avasallante. Muestra, además, el mundo de los ajedrecistas americanos y sus pares soviéticos dentro de la deliciosa trama de la guerra fría, que destaca el individualismo americano versus la visión de equipo de los soviéticos. Por cierto, que uno de los jugadores americanos, genio absolutamente, más excéntricos fue Bobby Fischer, que se coronó campeón del mundo en 1972 en Islandia al vencer a Boris Spassky, acabando con el protagonismo soviético que databa de 1948. Fischer, como corresponde, tenía un elevadísimo concepto de sí mismo y llegó a decir que: “Me opongo a que digan que soy un genio del ajedrez. Me considero un genio en general que, casualmente, juega al ajedrez. Es muy distinto. Miren a Kaspárov: él es un genio del ajedrez. Fuera del tablero, en cambio, es un idiota”. Lo cierto es que el nada bien ponderado, Gari Kaspárov, quien dejó el tablero por la política, ha desafiado al todopoderoso Vladimir Vladimirovich Putin, pero no ha ultimado en acecharle ni siquiera un jaque. Tal vez los peones del rey estén más que dispuestos a otorgarle su posible dosis de Novichok. A este zar de todas las rusias nadie parece disputarle caballos y alfiles, encerrado en sus torres del Kremlin. Recomiendo de inmediato, Gambito de dama. Se convive con Capablanca, Alexander Alekhine o los misterios de la defensa siciliana. Es una serie alrededor del ajedrez que aprovecha para enaltecer las estrategias alojadas en una psique sobresaliente. El encanto de la protagonista y su mirada retadora convencen sobre una adicción de la que tampoco me he podido librar.