OPINIÓN

Gabriel Gómez, un cura que prefirió la cárcel antes de doblegarse al régimen

por Luis Alberto Perozo Padua Luis Alberto Perozo Padua

A las 5:00 de la mañana ya el padre Gómez había realizado la celebración eucarística. Su estridente voz durante las misas dominicales se desliza entre los barrotes de la fortificación de San Carlos, un antiguo Castillo construido por los españoles en 1623 para defender a Maracaibo de las embestidas de piratas y mercenarios mercantes.

En la sórdida prisión, “el curita” Gómez, había estado confinado cuatro años tras ser acusado de sedicioso y “altanero”, pues para muchos era más político y revolucionario que religioso.

La mitad de su existencia terrenal la dedicó a “hacer la caridad” y confrontar a los tiranos de turno, declarándose enemigo acérrimo de Cipriano Castro y del clero arrodillado al régimen.

Era un militante consumado del liberalismo y un rebelde impenitente. Apartado de la Diócesis le tocaba cantar las misas en los lugares más remotos de su natal Táchira, incluso se le veía constantemente en la frontera colombo venezolana en labores sacerdotales o tramando intrigas políticas.

Cuando no estaba preso, se internaba en El Cazadero, su fundo de café, en donde tenía una pequeña imprenta para imprimir hojas sueltas con contenidos conspirativos que luego distribuía en los pueblos tachirenses en donde impartía sendos sermones diluyendo siempre las excentricidades del Cabito y sus adulantes.

Cuando los fieles se enteraban de que el padre Gómez oficiaría la misa, se abarrotaba la iglesia San Juan Bautista de San Cristóbal, especialmente los Jueves Santo, discurso que lo empujó a las cárceles más tenebrosas de Venezuela de finales del siglo XIX.

“Pero esta labor era totalmente transitoria; realmente su verdadero púlpito estaba en la calle, arengando a la gente a rebelarse en contra de la tiranía, el desprecio del gobierno y la trepidante corrupción”, escribe el periodista y cronista Francisco Salazar Martínez.

Luis Fossi Barroeta, confidente y amigo del presbítero Gómez, cuenta que el levita ejercía en el colectivo un influjo casi mágico, y esto se debía a su discreta misión cristiana en los hogares de los más necesitados, compartiendo su pan, sus ropas, sus magros recursos y enseñanza con los niños y jóvenes, actividad que practicaba con devoción.

Su casa de la hacienda era más un hogar de niños y jóvenes abandonados, mendigos y hasta prostitutas en estado, que otra cosa, pese a que en varias oportunidades fue allanada con serias acusaciones de ser un centro de reclutamiento contrarrevolucionario.

Fossi nos cuenta -dice Salazar Martínez- que nuestro personaje era de porte chabacano con la estrambótica sotana sin talle, a manera de gabán, con un sobrero jipijapa de ala ancha y un viejo paraguas por bastón. Se le veía taciturno caminar por Las Vegas de Táriba, pueblo que lo vio nacer en 1844.

Cuando el 18 de mayo de 1875 la tierra se movió con violencia, suceso conocido como el Terremoto de Cúcuta, destruyó a Lobatera, y bajo las ruinas sucumbió la imprenta que había traído el padre Gómez, la tercera que llegó al Táchira (en 1873).

Lobatera recibió sus desvelos pastorales y tras los intentos desmedidos de algunos poderosos vecinos de Michelena con amistades en el gobierno Central, que anhelaban desmembrar la parroquia, el padre Gómez lo impidió con argucias aprendidas en las lides políticas. Allí, de su propio peculio y con auxilios de los fieles, reedificó orgulloso un oratorio, convirtiendo este espacio sagrado en Capilla de Nuestra Señora de Lourdes del Humilladero, para beneficio de su pueblo.

No obstante, no transcurrió mucho tiempo cuando el padre Gómez reanudó sus andanzas insurgentes, llegando esto a oídos del gobierno restaurador, por lo que fue aprehendido y conducido con un pesado grillete a los calabozos de la Casa de Gobierno.

Por aquellos días, un grupo de fieles y amigos del padre Gómez se acercaron al lugar de confinamiento y solicitaron ver al levita para conocer su integridad física sabiendo de las barbaridades que en ese sitio solían practicarse con los detenidos.

Estando el sacerdote conversando con los visitantes, fue interrumpido por el comandante Celestino Castro Ruiz, hermano mayor del presidente Cipriano Castro, y quien fungía como presidente del estado Táchira (1900-1902), que en tono burlón le expresó:

-Anoche me entendí con Cipriano por teléfono, y me pidió que le diera a escoger a usted entre el castillo nuevamente o el destierro a Colombia. Piénselo bien, padrecito, y mañana me avisa.

Y cuando Celestino se disponía a darse la vuelta para retirarse, el padre Gómez le respondió determinante:

-No hay por qué esperar hasta mañana; mi resolución está tomada. Dígale a su hermano que me vuelva a mandar para el castillo, que esta patria también es mía y que tengo derecho a vivir en ella, así sea encarcelado.

Cuando el Cabito escuchó la respuesta del padre Gómez aquel mismo día, hizo una pausa y contestó al presidente del Táchira:

-Dejen al padre Gómez en libertad, pero procuren que no se alce…

Su actividad insurgente no cesó y durante el gobierno del benemérito Juan Vicente Gómez fue electo diputado a la Asamblea Legislativa. Al poco tiempo, fue perdiendo sus capacidades, situación que obligó a sus familiares a trasladarlo a Caracas y luego a Trinidad, para fallecer en aquella isla en la víspera de Navidad de 1922. Sus restos mortales fueron depositados en la capilla de El Humilladero de Lobatera.

Fuente: Francisco Salazar Martínez. Tiempo de Compadres. Librería Piñango, Caracas 1972

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