El 12 de octubre es una fecha que, más allá del nombre de la efeméride, genera tensiones alimentadas muchas de ellas por resentimientos, demandas no satisfechas y un del todo imposible diálogo entre consignas propagandísticas e intentos de explicación, frustrados algunos por ser muy parciales y sesgados. Ese día, en este año bisiesto de la pandemia de coronavirus de 2020, ocasión propicia para repensarnos y evaluar el pasado con la mirada puesta ante todo y por encima de todo en el porvenir, se anunció el cambio de nombre de la autopista Francisco Fajardo, que atraviesa Caracas de este a oeste, por el cognomento, en apariencia políticamente correcto, de Cacique Guaicaipuro.
El cambio de nombre, como era de esperarse, ha generado diversas opiniones y algunos debates. No ha habido tantos quizá por el agotamiento que ha supuesto la pandemia y sus consecuencias en el mundo y, por otro lado, los eventos políticos que en Venezuela y otros países consumen la tranquilidad de analistas y simples ciudadanos.
Los venezolanos nos hemos tenido que acostumbrar a muchos cambios inconsultos de nombre, tanto de lugares y sitios públicos como de unidades territoriales. Entre otros, destacan el de “Guaraira Repano” en vez de Ávila; “Collado del Cóndor” por Pico Águila; “Parque Generalísimo Francisco de Miranda” en vez de Parque del Este que también se llamó Rómulo Betancourt; “estado La Guaira” en vez de estado Vargas; “Estación Alí Primera” en vez de Estación Los Teques, en el Metro de la capital mirandina; “Autopista Cimarrón Andresote” en vez de Autopista Rafael Caldera y muchos otros… Entre los más importantes se debe destacar el término “bolivariano” añadido al nombre de estados y municipios e incluso al del país: República Bolivariana de Venezuela. Tal designación cambió la anterior de República de Venezuela que, a su vez, había sustituido a la quizá más correcta por las ideas de federación y descentralización de Estados Unidos de Venezuela, adoptada por la Constitución de 1864.
Parecería una manía de cambiar con apariencia de renovar. La eponimia encierra en sí misma una narrativa y un discurso historiográficos. Tras un gobierno o régimen vendrá otro a glorificar a sus héroes mediante el renombramiento de lugares y edificaciones. El cambio de nombre de la autopista Francisco Fajardo tiene, pues, muchas lecturas que nos permiten identificar diversas intenciones.
Una intención propagandística pudiera estar dirigida fundamentalmente a la población indígena. Usar el nombre prestigioso y emblemático de Guaicaipuro es, sin duda, un guiño a los pueblos indígenas, a sus luchas en especial en un momento un tanto ambiguo de las políticas indigenistas caracterizado por la demora en la demarcación y titulación de sus territorios ordenada por la Constitución de 1999, los abusos y atropellos que se han derivado de la desordenada actividad minera con el denominado Arco Minero del Orinoco y los cambios introducidos recientemente para la escogencia de los diputados indígenas, sin hacer verdadera justicia al principio de que solo electores indígenas elijan de manera democrática a sus representantes a la Asamblea Nacional y cuerpos deliberantes. Esta intención propagandística recuerda al “Plan Guaicaipuro 2000” que fue el equivalente indígena del “Plan Bolívar 2000”, manejado principalmente por militares y cuya transparencia administrativa y efectividad han sido bastante cuestionadas.
Una intención populista, muy relacionada con la anterior, reside en invocar un símbolo de la Venezuela profunda, un símbolo indígena para hacer un cambio honorífico, pero que no resuelve problemas fundamentales ni necesidades acuciantes de la población, en especial de los sectores más desposeídos y golpeados por la prolongada crisis política, económica y social del país.
Una intención autoritaria en la que se puede advertir la finalidad de reafirmar el poder del régimen para hacer cambios y dar órdenes, sobre todo en temas sensibles a la opinión pública, especialmente si chocan con la sensibilidad de sectores opuestos a la línea oficialista.
Una intención revanchista, muy vinculada a la denominada “intención autoritaria”, dirigida a quienes, eventualmente, pudieran estar en desacuerdo con el cambio de nombre como punto de honor.
Así propaganda, populismo, autoritarismo y revanchismo se juntan en una decisión que, si bien pudiera parecer incuestionable, requiere de algunas precisiones para entenderla de manera más adecuada, contextualizándola en la historia reciente del país y repasando brevemente los referentes onomásticos involucrados.
Guaicaipuro, como figura histórica, es un personaje del que poseemos pocas informaciones. Tenía una extensa parentela y, por ello, era jefe de una aldea y ubicada en la vertiente sur de Los Altos, hacia Paracotos, tal vez usada como región de refugio por los aborígenes que, en la primera mitad del siglo XVI, se vieron obligados a huir de las cercanías de la laguna de Tacarigua o lago de Valencia ante el avance conquistador de los españoles. Tal inferencia nos permite extrapolar ciertas características de los jefes de aldea de las sociedades caribe-hablantes: hombres con gran poder de persuasión; conocedores de las normas consuetudinarias; con liderazgo, valor y generosidad; expertos en estrategias y negociaciones; quizá conocedores del ritual y con fama de tener la habilidad de manipular fuerzas sobrenaturales. El conocimiento documental se deriva de datos fragmentarios de un pleito de encomienda de Andrés González contra Cristóbal de Cobos a fines del siglo XVI. Dicho expediente es la única fuente histórica primaria, es decir coetánea, sobre Guaicaipuro.
La visión épica del personaje nos viene a través del relato de las guerras de la conquista de la llamada “Provincia de los caracas” hecha por José de Oviedo y Baños en su Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, escrita en las primeras décadas del siglo XVIII y cuya edición original es de 1723, o sea, siglo y medio después de la muerte del jefe indígena, ocurrida hacia 1568.
Desde el “Resumen de la historia de Venezuela” escrito por Andrés Bello a finales de la primera década del siglo XIX hasta el Canto solar a Venezuela de José Antonio De Armas Chitty de 1968 y diversas manifestaciones actuales, la figura de Guaicaipuro ha sido asumida como símbolo de la resistencia y las luchas indígenas, como ejemplo de apego a la tierra y a las costumbres y, por tanto, de patriotismo y asimismo como emblema, anacrónico pero hermoso, de la venezolanidad profunda, de los componentes indígenas de la cultura y la identidad de Venezuela. El diario El Nacional, en 1952, acogió una interesante polémica entre Arturo Uslar Pietri, de ideas euro-orientadas y defensor de la noción del mestizaje como elemento caracterizador de la cultura venezolana y latinoamericana, y Miguel Acosta Saignes, antropólogo e historiador consciente de la importancia de los símbolos indígenas en la construcción y mantenimiento de una identidad multívoca, orgullosa de sus componentes indios. Ambos pensadores debatieron sobre lo indio en la cultura venezolana y la figura de Guaicaipuro en el imaginario social venezolano.
En 1992 el Senado de la República aprobó, en el marco de la celebración del medio milenio del encuentro de americanos y europeos, el traslado simbólico de Guaicaipuro al Panteón Nacional. No obstante, la ceguera de los políticos impidió concretar esta medida hasta 2001, cuando, el 8 de diciembre, ya en el gobierno de Hugo Chávez Frías, se honró al gran indio teque con un lugar en el Panteón Nacional y en él a los indígenas venezolanos.
Ese gran símbolo que se concentra en la figura de Guaicaipuro, del que personalmente estoy muy orgulloso además de haber vivido toda mi vida en sus tierras, de haber estudiado su sociedad, su historia y veneración popular y de haber honrado su herencia y su ejemplo, me parece incuestionable y de un gran valor para las identidades venezolanas, expresadas en plural. Tengo dudas, sin embargo, sobre la negación implícita en el aludido cambio de nombre de la figura extraordinariamente interesante también de Francisco Fajardo, hijo de español e india, doña Isabel, guaiquerí de la isla de Margarita, pariente de Guaicaipuro por ser como él miembro de la macro-etnia de los caribes septentrionales y como él hablante de su macro-lengua. Se trata de una macroetnia y de una macrolengua con sendas y grandes divisiones tanto sociales como lingüísticas: los chaimas, los cumanagotos, los guaiqueríes y los aborígenes de la región centro-norte de la actual Venezuela.
Fajardo, como tantos otros personajes de la vida venezolana (Manuel Carlos Piar y Santiago Mariño, para solo recordar a dos), merece un estudio más sistemático y una valoración más profunda. Considerarlo simplemente como un conquistador y un déspota o incluso como un traidor a su pueblo no es más que una demostración del desconocimiento y de la manera superficial y acomodaticia como nos acercamos a la historia. Se trata de un ejemplo elocuente del uso político del pasado y de historia inventada por los intereses del presente.
Probablemente mejores estudios sobre Fajardo lo muestren como un hombre de su tiempo: el momento inicial del encuentro entre indios y españoles, la fundación de la “nueva” sociedad, esa que con frecuencia y de manera enfática se califica de mestiza, como si con tal epíteto se describiera y sintetizara suficientemente. Fajardo terminó siendo víctima de la “razón imperial”, de la desconfianza conquistadora, en vez de haber sido un verdadero elemento “mestizo” que conjugara lo propio con lo ajeno, lo indígena (en el sentido de original) y lo indio (en el sentido étnico y cultural) con lo impuesto por los conquistadores y colonizadores, quizá alguien que hubiera estimulado una sociedad en verdad más “mestiza” e inclusiva que “europea” o blanca y excluyente.
Como sostiene la Academia de la Historia del Estado Nueva Esparta en comunicado fechado en La Asunción el 15 de octubre de 2020, ampliamente circulado por redes sociales y del cual se han hecho eco diversos medios de comunicación, aunque sin citarlo en extenso, “Francisco Fajardo no fue un conquistador sino un colonizador; que sus acciones siempre estuvieron enmarcadas dentro el concepto de la paz y cumpliendo con las instrucciones de sus superiores, para la fundación de pueblos, que no existe ninguna evidencia documental histórica que avale o narre sus actuaciones y en las cuales se demuestren muertes de los indígenas litoralenses por parte del Margariteño, bajo el criterio de Genocidio; en este sentido, esta Institución, en nombre de la verdad histórica de nuestra identidad neoespartana, repudia la expresión de genocida dada a Francisco Fajardo, hijo”.
Ese cambio de nombre, no por Guaicaipuro, por supuesto, me parece fútil y muestra no solo la ambigüedad con la que vemos el pasado, no desde la perspectiva de recuperarlo realmente mediante reconstrucciones asertivas y sistemáticas, sino tratando de aprovecharlo para otros fines, de subordinarlo a ellos y de reescribirlo con los intereses del presente. No resulta nada nuevo en la historia de la humanidad, aunque no por ello sea menos lamentable.
Los cambios fútiles tarde o temprano se revierten y no todas las mudanzas son para siempre. Creo recordar, creo, que los comunistas soviéticos le cambiaron el nombre a San Petersburgo por Leningrado y, tras la caída del socialismo real y la desintegración de la Unión Soviética, los rusos recuperaron el nombre tradicional de la ciudad, esta vez sí con muy buen grado.
hbiordrcl@gmail.com