Como una manera de contribuir al discernimiento, con respecto a la justificación de medidas drásticas contra el régimen genocida de Nicolás Maduro; compartiré con mis lectores algunas reflexiones de orden filosófico, teológico-moral y científico-jurídico; y de las cuales haré entrega en dos partes; siendo esta primera la de orden filosófico y teológico-moral.
Algunos sistemas de creencias conciben el uso de la fuerza como un proceder intrínsecamente bestial: como algo propio de seres irracionales; y, por tanto, como un acto siempre cuestionable en el obrar humano. No obstante, la razón indica que, en determinados casos, es absolutamente lógico –por justo y necesario– el recurrir al uso de la fuerza. Hipótesis como la salvaguarda de la vida del inocente, así como el respeto al orden legítimamente establecido, son claros ejemplos en este sentido. Y, en relación con ello, la historia nos obsequia muchísimos casos ilustrativos.
El uso de la fuerza es un derecho natural, ejercitable cuando se está en circunstancias que ponen en riesgo la integridad de la persona humana o de los pueblos. Instituciones jurídicas como la legítima defensa, el derecho de rebelión popular y el derecho a la guerra justa, así como la norma moral internacional (el Deber de Proteger); tienen fundamento en este derecho natural.
Como todo derecho, el uso de la fuerza tiene un marco regulatorio. Son universalmente conocidas las circunstancias que han de concurrir, para que la víctima -individual o colectiva- resulte legitimada para el uso de la fuerza. Existe normación constitucional y legal en Venezuela, así como abundante doctrina universal sobre la materia; tanto en el orden científico-jurídico, como filosófico y teológico.
El uso de la fuerza es algo lógico, correcto, legítimo, justo y necesario en determinados casos. Y, precisamente por ello, resultan loables tanto las instituciones jurídicas que lo contemplan, como los sujetos (personas, autoridades y países) que, por principio de Bien Común, accionan oportuna y contundentemente en este sentido.
Pensando en quienes defienden un pacifismo extremo, fundado en una concepción reductivista (meramente espiritualista) del ser humano; que son los mismos que confunden la paz internacional con la mera ausencia de guerra, y la paz inter-personal con la pusilanimidad de quien, indebidamente, tolera la violación de su propia dignidad de persona humana; vale preguntarnos: ¿por qué cuentan los países con academias militares y con escuelas de policía? ¿Es un oficial armado un salvaje por antonomasia? Si el uso de la fuerza es algo siempre irracional e indebido ¿por qué rendimos honor a los próceres militares, o a nuestros efectivos policiales cuando cumplen fielmente su deber? ¿Acaso las operaciones militares para combatir a Hitler y Mussolini, fueron actos deplorables per se? ¿Actuó, acaso, la ONU como un cenáculo de salvajes, al reconocer la existencia de la responsabilidad de proteger? Las respuestas son obvias y surgen de la sola razón.
En Venezuela, millones de personas están siendo sometidas a un genocidio sui generis. El narcorrégimen de Maduro perpetra una combinación sistemática de muertes intencionalmente causadas (mediante represión y exterminio selectivo), con tantas otras causadas de manera culposa (mediante la gestión de políticas públicas absurdas y aberrantes, que conducen al hambre y la escasez de medicinas, así como a la ineficacia total y absoluta de los sistemas de salud y seguridad ciudadana, entre otros). En Venezuela, el régimen siempre mata; unas veces porque quiere hacerlo, y otras tantas porque no sabe lo que hace; pero el régimen siempre mata en una retorcida mezcla de maldad, torpeza e ignorancia.
Desde el punto de vista de la moral cristiana, el uso de la fuerza resulta legitimado cuando hay una agresión intrínsecamente inmoral, y cuando todos los demás medios para poner fin a la agresión han resultado impracticables o ineficaces (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. No. 500). El pueblo venezolano está siendo agredido por el régimen genocida de Maduro, y la comunidad internacional es testigo de que se han agotado todos los esfuerzos por una salida pacífica y electoral. A un régimen delincuente, a un Estado narcotraficante y terrorista, no se le convence, se le vence; y luego se juzga y condena a los responsables.
Jesucristo, Príncipe de la Paz, nos dio luces para no confundir la búsqueda de la paz con la práctica de un pacifismo farisaico. Nos dio ejemplo de mansedumbre cuando, voluntariamente (sin resistencia alguna), dio su vida por la salvación de la humanidad («…doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente«. Jn. 10: 17-18). Pero también dio ejemplo del uso de la fuerza, cuando ello fuere necesario para restablecer el orden y hacer justicia («encontró en el Templo a los mercaderes… y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo… desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas«. Jn. 2: 14-15).
El espiritualismo fideísta, que soslaya el derecho a la defensa, disocia al creyente con respecto a la voluntad de Dios; que no es otra que el establecimiento de su reino de amor y justicia entre los hombres, en todas las dimensiones humanas, incluidos los ámbitos social y político. Los cristianos no podemos tolerar el genocidio por una inadecuada interpretación de la Ley de Dios. Lo correcto es actuar sobre los genocidas, tanto por temor de Dios como por amor al prójimo sufriente (Caridad Política). Es contrario a la moral cristiana el considerarse más elevado y santo, por evitar la acción de fuerza en todo caso. Todo cristiano que considere que cualquier uso de la fuerza es una acción racional, indebida y pecaminosa, sin detenerse a ponderar las circunstancias del caso; está desconociendo las enseñanzas de la revelación bíblica.
Dios –que es amor, y que también es Dios de justicia– estableció un orden para la convivencia humana: un orden expresado en el derecho natural, entre cuyas normas se encuentra la de evitar el uso de la fuerza, salvo para procurar el bien común y proteger la vida del inocente. El mismo Dios que, como regla general, nos ha pedido “no matar”, acabó con los egipcios en el mar Rojo cuando ello fue indispensable para liberar a un pueblo sometido e inocente. Y con ello no solo nos enseñó que existen lógicas excepciones a la regla, sino que también nos mostró un modelo de protocolo de actuación para el ejercicio de la fuerza: primeramente, envió emisarios a dialogar con el faraón; luego intentó acciones disuasivas con uso progresivo y proporcional de la fuerza (el envío de las plagas); y, finalmente, ante la necia contumacia del genocida faraón, Dios recurrió al más contundente uso de la fuerza contra el ejército egipcio en el mar Rojo.
¿Acaso pretenden los pacifistas extremos de la política venezolana ser más santos que Dios?
«…yo soy el Señor, que hago misericordia, imparto justicia y hago valer el derecho sobre la tierra, porque en estas cosas me complazco» (Is. 9:24).
@JGarciaNieves
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