OPINIÓN

Función de gala

por Sergio Ramírez Sergio Ramírez

 

 

Cuenta Rubén Darío en su autobiografía que tendría unos trece años cuando se despertó en él “una erótica llama” provocada por “una apenas púber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante”. Se llamaba Hortensia Buislay. “Como no siempre conseguía lo necesario para penetrar en el circo”, dice, “me hice amigo de los músicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violín; pero mi gloria mayor fue conocer al payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la farándula. Mi inutilidad fue reconocida. Así, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora, que me había presentado la más hermosa visión de inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera”.

Cuando el circo levantó la carpa para irse a otra plaza, el poeta niño, que así lo llamaban porque ya tenía fama local en su ciudad de León de versificador prodigioso, quiso irse tras la maromera de sus desvelos, como parte del elenco, quizás de acomodador de las silletas portátiles de las lunetas; pero los adultos, dueños de la sensatez que es siempre tan aburrida y monótona, se lo impidieron.

He recordado este episodio, y los de mi propia infancia que tienen que ver con trapecistas, malabaristas, amazonas e ilusionistas, anoche que fui invitado por mis vecinos del circo Price a una espléndida función en la que se presentaban los artistas del Festival Iberoamericano de Circo, provenientes de Brasil, Chile, Argentina, México, Ecuador; y como si entrara de cabeza en el túnel del tiempo volví al mundo prodigioso de los lanzadores de cuchillos, los acróbatas aéreos, las danzarinas que hacen filigranas en el trapecio, y los voladores que se elevan por los aires colgados del pelo.

Por ese mismo mágico túnel del tiempo se han deslizado quienes vuelven a encarnarse en el niño que alguna vez fueron. En la pintura, en la literatura, en el cine, un retorno a la pasión inocente que encarna la Hortensia Buislay de Darío. Me basta detenerme frente a Los saltimbanquis de Doré, El payaso musical de Renoir, El circo azul de Chagall, la Familia de acróbatas con mono de Picasso o Gente de circo de Botero, y vuelve a mis oídos el cabrioleo juguetón del clarinete de mi tío Carlos José Ramírez que acompañaba la salida de los payasos, contratado para tocar en las funciones cada vez que un circo ambulante acampaba en un solar baldío en Masatepe. 

Julio Verne inauguró el circo de Amiens en 1889 con un discurso que mereció repetidas interrupciones de aplausos, y qué envidiable me resulta la imagen de un escritor hablando desde el redondel, encandilado por la luz de los reflectores, antes de la entrada triunfal de los payasos; y en La vuelta al mundo en ochenta días Jean Passepartout, el escudero de Phileas Fogg, que entre muchos otros oficios en su vida ha sido cirquero, asegura el pasaje en barco para llegar a California, la siguiente etapa del viaje, volviendo a trabajar en un circo. 

A la niñez nos devuelve Chaplin en El circo, Charlot, el fugitivo perseguido por la policía, de pronto en la cuerda floja, de pronto encerrado en la jaula del león. Y a la niñez vuelve Ingmar Bergman, nada más que nostalgia, con su circo Alberti en Noches de Circo, ese desfile de los artistas por la calle para anunciar la función que está en mis propios recuerdos, la música de la banda que estalla de pronto y te empuja a correr a la puerta de la casa, los payasos que avanzan subidos a los zancos, los tragafuegos que avientan llamaradas por la boca, las lánguidas contorsionistas con sus pobres mallas remendadas que saludan con sonrisas congeladas.

Y el inolvidable homenaje de Fellini a los circos de su infancia en Los payasos, que también está en mis propios recuerdos, porque una imagen vista lleva siempre a otra imagen vivida.  El faquir, tan flaco que se le pueden medir las costillas, enterrado vivo bajo siete cuartas de tierra, la mujer forzuda de pelo en pecho capaz de derrotar a una tropa de machos valientes; la mujer sirena de greñas hirsutas que se alimenta de pescado crudo, y los viejos payasos, los más tristes del mundo, que cuentan sus vidas frente a la cámara; una película rodada en el circo de Amiens que ahora se llama, y no hay desperdicio en el homenaje, circo Julio Verne, igual que debería haber un circo Fellini con sus mujeres barbudas, sus gigantes de siete leguas y sus terneros de dos cabezas.

Los circos de mi propia infancia eran pobres de solemnidad, y la luz que los ilumina en mi memoria no deja de ser mortecina. Un león famélico rugía de hambre toda la noche en su jaula, y le oía en todo el pueblo; o a falta de león salía a escena una cabra amaestrada que sabía contar con las patas y era la estrella de la función, la cabra matemática, o había un mono lúbrico cuya gracia era abalanzarse sobre las mujeres con intenciones poco recatadas. 

O don Torcuato, el burro de Firuliche, el más célebre de los payasos centroamericanos, que atendía la indicación de su dueño de saludar con una inclinación de cabeza a mi padre, alcalde municipal, invitado de honor a la función con toda su familia, sentados en la primera fila; o el mago Fuller que atravesaba con filosas espadas la caja rojo granate donde había encerrado a su ayudante vestida de lentejuelas, a quien también, en otro número del espectáculo, serruchaba por la mitad, metida en otra caja, sólo la cabeza y los pies por fuera. 

Y porque estos circos sin fortuna las más de las veces no tenían carpa, entonces, en los tinglados a la luz de la luna, como ahora desde mi asiento en el circo Price, contemplaba el vuelo de los trapecistas que ejecutaban su triple salto mortal mientras estallaba el crescendo del redoblante.

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