OPINIÓN

Fuego a la biblioteca

por Jesús Peñalver Jesús Peñalver

«Donde se queman libros

se terminan quemando

también personas».

Heinrich Heine

A Tomás de Aquino se le atribuye la frase «Temo al hombre de un solo libro» (Timeo hominem unius libri), a él, quien conocía muy bien los radicalismos de la Edad Media y las mentes estrechas de los difamadores. Oportuna frase para referirnos, mutatis mutandis, a la secta de enfurecidos fanáticos que aprendieron una sola consigna, se cristalizan en un solo eslogan y no se afanarán en comprender y discutir lo distinto para que no se les quebrante su único y desesperado esquema.

En el famoso poema de Andrès Eloy Blanco, vemos cómo el niño pobre renuncia al juguete caro y el ciego ante el libro abierto. Hoy enceguecidos por la ignorancia, el oprobio que les obsequia la estupidez y desde luego, la dependencia de tantas dádivas oficiales, el séquito de seguidores de la peste que nos manda (porque aquí no se gobierna), los miembros de la claque que parasita del erario, no solo renuncian al libro abierto, sino que los queman.

Es triste, lamentable y bochornoso. Y para más INRI, vemos con dolor cómo los ampara la impunidad del hampa administrada.

Luis Beltrán Prieto Figueroa, el maestro, se asombraba de que los jóvenes no lean y le producía desconcierto ver a los adultos pasar con displicencia su mirada apenas sobre el diario en el que buscan la noticia sensacional o la lista de espectáculos.

Que lo dijera el maestro insular no es poca cosa, y aún en los días que corren debe recobrar mayor significación tamaño aserto. De allí que veamos con satisfacción que, a pesar de las dificultades, la existencia de editoriales, la consolidación de otras y el surgimiento de muchas independientes tratando de difundir el libro, con mayor razón “que los perfumes y los confites”.

Solo nos aficionamos, solo nos dejamos cautivar por las cosas gratas que conocemos y el libro pasa muchas veces como un desconocido o como una ingrata y fastidiosa mercancía.

Sé de un artista que cuando fue por vez primera a un serrallo, quizá a inaugurar su sexualidad, en el lugar no se consumó otra cosa más que no fuera la entrega de un libro y una flor a la doncella.

La gente ignora los maravillosos tesoros que los libros encierran, los alucinantes paisajes que por sus páginas despliegan sus feéricos matices capaces de conquistar a los buscadores de ocultas y lejanas maravillas. Y sobre todos estos malandros escudados en una supuesta “revolución humanista”, que creen que con sus malandanzas nos prohibirán el placer y la cura de la lectura, y menos aún, hacernos olvidar el manantial de conocimientos y satisfacciones que los libros conllevan.

“Ningún libro es tan enteramente malo, que no tenga algo bueno”, decía Plinio, citado por Gregorio Marañón.

El incendio en la UDO (Cumaná, Sucre) nos confirma en la convicción de que la  peste odia el estudio, le espanta la universidad, repudia el conocimiento, aborrece el olor a lápiz y cuaderno, le da grima los libros,  le huye al pupitre, le teme a la tiza y al pizarrón, maltrata a estudiantes y profesores, los atropella, los mata. Aun así, hay quienes reiteran la detestable frase «por eso estamos como estamos».

¡No!

Estamos así porque en 1998 la mayoría eligió a aquel desquiciado milico golpista, ruin, mediocre, resentido y delirante, que en mala hora sembró esta pesadilla veinteañera, coloreada de un rojo siniestro y alarmante.

Hoy también nos embarga la tristeza y la profunda indignación por este nuevo atentado infligido a la UDO, al prendérsele fuego a la biblioteca de esa casa de estudios, fundada por el sembrador de universidades de Venezuela, Luis Manuel Peñalver. Son los mismos malandros de ideas explosivas y planes diabólicos que, amparados en la impunidad, no descansan en su terrible afán por destruir lo que nos queda de país.

¿Algún escritor chavista ha denunciado este atentado? Aló, Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo, Laura Antillano, Antonio Trujillo, William Osuna, Juan Calzadilla o el vate quebrado que funge de fiscal. ¡No oda!

En todo caso, como dijo Rodolfo Izaguirre recientemente: “El país recuperará su salud política cuando prescinda del color rojo y comencemos a recuperarnos nosotros mismos; cuando aceptemos sin mostrar gestos airados y violentos que no vivimos en el siglo XXI sino muy atrás y que necesitamos de todas nuestras fuerzas para desintoxicarnos de la política; dejar los odios y rencores y vencer la persistente echonería de creernos los mejores del continente porque tuvimos a Bello y a Bolívar y fuimos campeones en el beisbol cuando le ganamos a los cubanos en los años cuarenta del siglo pasado. Quizás nos acostumbremos a leer libros de mayor nobleza y a educar mejor a nuestra gente. ¡Qué sabios seríamos si leyésemos bien cinco o seis libros famosos, fue una de las aspiraciones de Gustavo Flaubert!”.

La muerte está en los basureros, en hospitales y farmacias, en la calle, en este valle de balas de ida y vuelta, en este eco perenne de sirenas, en este paisaje de puñales en que se nos ha convertido la cotidianidad. Una prisión abierta, en este cementerio que es la geografía. Y penosamente, también en las bibliotecas.

Amigo lector, busca la esperanza en todas tus cajas, revuelve, inventa, desocupa los refugios, toca unir los vidrios rotos, procura no asquearte. Y si notas alguna arrechera, no hagas caso, no es contigo. Es contra el silencio, la vergonzosa mudez, la tranquilidad de la indiferencia.

Con este otro ataque a la inteligencia, al saber y al conocimiento, hoy el dolor no es a medias, es íntegra la tristeza que con la ola va y viene en el mar del alma y allí se empoza. Ya habrá calma al pasar el temblor, nadie dirá que hicimos silencio ni que se atragantaron nuestros pasos. El país, sus calles, sus aceras y sus aulas de estudios nos esperan. Lo incierto será verdad. Lo juro.

Enú-parupué en mis ojos, así llaman los pemones a las lágrimas. Eso tengo. Porque el país duele. Esta forma de morir a diario, este mudarnos sin irnos, la eterna oración, el sempiterno dolor, este hartazgo, esta ruina, este vacío.