Hasta ahora Donald Trump puntea cómodamente las encuestas del partido Republicano y, de no producirse una decisión judicial que impida su participación en los comicios presidenciales previstos para noviembre de 2024, es casi seguro que el exmandatario sea el candidato de ese partido y, eventualmente, presidente de nuevo. De concretarse el vaticinio, tendrá lamentables consecuencias para Estados Unidos y la democracia mundial.

Numerosos políticos, periodistas y analistas opinan que, como Estados Unidos es una de las democracias más antiguas y sólidas del planeta deberían ser los electores quienes emitan el juicio aprobatorio o condenatorio por los desmanes del empresario que ya estuvo en la Casa Blanca.

Esa opinión me parece de una ingenuidad irresponsable y peligrosa para todo el sistema institucional norteamericano. Trump no merece indulgencia. Dispone de un aparato comunicacional muy poderoso. El 6 de enero de 2021 alentó el desconocimiento de la voluntad popular expresada en las urnas en noviembre de 2020, cuando el actual presidente Joe Biden triunfó en los colegios electorales y en el voto popular, con una clara mayoría de más de siete millones de sufragios; se opuso a la transmisión ordenada y pacífica del mando, rompiendo una tradición de más de doscientos años de vida republicana; y alentó la toma violenta del Capitolio por una turba de partidarios enardecidos por los bulos y calumnias difundidas por el mandatario y su maquinaria de propaganda.

El magnate promovió un golpe de Estado que, afortunadamente, falló porque no fue acompañado por las Fuerzas Armadas ni por la mayoría de sus partidarios en el Congreso. Su propio vicepresidente, Mike Pence, lo confrontó. Ese fracaso salvó, al menos temporalmente, la democracia norteamericana y sirvió para desanimar a algunos de los numerosos aspirantes a dictadores que existen en la Tierra. Además, sirvió de ejemplo en los pocos países donde todavía impera el modelo democrático. Hay que imaginarse en qué se habría transformado el mundo si el proyecto continuista de Trump hubiese triunfado. Las réplicas de Putin, Xi Jinping, Kim Il-sung, Ortega y Maduro, se habrían expandido por la mayor parte del globo, sin ningún contrapeso que los detuviera. Para comenzar, Putin habría devorado a Ucrania y Xi Jinping a Taiwán, mientras Trump se ocupaba de encerrarse dentro de las fronteras de Estados Unidos.

Quienes han pagado las consecuencias de los desmanes del 6-E promovidos por Trump son algunos de los participantes más escandalosos de ese episodio. Algunos miembros de los Proud Boys y otros grupos de fanáticos supremacistas, ultraderechistas y ultranacionalistas fueron condenados a varios años de cárcel. Sin embargo, Trump, el principal instigador de los disturbios, no ha sido enjuiciado ni condenado. La Justicia ha sido expedita con los subalternos, pero complaciente con el jefe que ordenó la invasión. Este desequilibrio en sí mismo constituye una injusticia por la discriminación clasista que introduce entre el millonario expresidente y ciudadanos manipulados por el aparato propagandístico trumpista para romper el hilo constitucional.

La «justicia» norteamericana ha marchado con tanta lentitud frente a Trump, que pronto comenzará la Primaria del Partido Republicano –el 15 de enero tendrán lugar en Iowa las asambleas electorales («caucus») del Partido Republicano, que son el primer evento del ciclo electoral de 2024- sin que el sistema judicial haya tomado ninguna decisión concluyente con respecto a su participación en esa consulta. Sólo las Cortes de Colorado y Maine –invocando la Decimocuarta Enmienda de la Constitución- han prohibido que el señor Trump aparezca en la papeleta de esos estados. Por supuesto, que el aspirante a la reelección ya apeló la decisión ante la Corte Suprema de Justicia. Es probable que en esa instancia el fallo de Colorado y Maine sea revocado. Como buen autócrata, Trump se aseguró durante su presidencia de contar con la mayoría en la Corte Suprema. Ya estaba pensando en su reelección, incluso indefinida, según algunos analistas de The New York Times y otros grandes medios.

Es posible que el Poder Judicial no les coloque obstáculos a las aspiraciones presidenciales de Trump. La polarización animada por la cultura trumpista también se extendió a esa institución. La Corte Suprema se divide entre trumpistas y antitrumpistas. La correlación parece favorecer a los primeros. Habrá que ver cuál es el veredicto.

Si el Poder Judicial no introduce la corrección que le impida al exmandatario ser aspirante, la alternativa es que dentro de Estados Unidos se promueva un movimiento de la sociedad civil capaz de enfrentar el exabrupto que significa su candidatura en la principal democracia planetaria y los insondables riesgos que conlleva para la nación y el mundo, en una etapa en la cual las libertades están sometidas al acoso permanente en gran parte del globo. Ese movimiento debería incluir a medios de comunicación, políticos, intelectuales, dirigentes sociales, artistas, universidades y todos los que quieran sumarse a la defensa de la libertad y la dignidad de la política.

Joe Biden lo señaló con claridad y brillo en su discurso del pasado 6 de enero, cuando conmemoró el asalto al Capitolio: Estados Unidos en 2024 se enfrenta al dilema entre dictadura y democracia. Tendrá que escoger entre esas dos opciones.

Trump ha prometido vengarse de sus detractores. A los norteamericanos hay que recordarles lo ocurrido en la Alemania nazi y en la Venezuela de fines del siglo XX, después de que, gracias a la liberalidad del Poder Judicial, los líderes de golpes de Estado en esos dos países fueron amnistiados y ganaron las elecciones posteriores.

@trinomarquezc


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