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Frenemos el aumento del hambre, ¡ahora!

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Sociedad Venezolana de Puericultura y Pediatría

Foto Referencial-

El hambre –que venía en una senda de crecimiento implacable en los últimos años– se ha disparado hasta alcanzar niveles sin precedentes debido al incremento en el precio de los alimentos, la pérdida de empleos por los efectos económicos del covid 19, los eventos extremos y los conflictos, la violencia y la inseguridad.

Según el nuevo Informe Global sobre Crisis Alimentarias, 193 millones de personas de 53 países y territorios sufrieron inseguridad alimentaria aguda en 2021, y necesitan de asistencia urgente. Se trata de un aumento de casi 40 millones de personas en comparación con las cifras de 2020.

La inseguridad alimentaria aguda es cuando el hambre representa una amenaza inmediata para los medios de subsistencia y la vida de las personas. Un hambre que amenaza con transformarse en hambruna.

En América Latina y el Caribe, preocupa la situación de Haití, Guatemala, Honduras, El Salvador, y Nicaragua. En esos países, un total de 12,7 millones de personas fueron clasificadas en crisis o peor (Fase 3 o superior de la Clasificación Integrada de la seguridad alimentaria en Fases) en 2021, un aumento de casi un millón de personas respecto 2020.

Esto no considera el posible deterioro adicional ocurrido durante lo que va de 2022, impulsado por el conflicto en Ucrania, que ha puesto de relieve la interconectividad y fragilidad de los sistemas agroalimentarios a nivel global.

Parte de la respuesta a esta crisis pasa por ponerlos medios de vida agropecuarios en el centro de las respuestas, ya que, en promedio, dos tercios de las personas que experimentan inseguridad alimentaria aguda viven en áreas rurales, y dependen de alguna forma de agricultura para su supervivencia.

En 2020, la financiación para intervenciones de emergencia con enfoque de medios de vida agropecuarios representó solo el 8 por ciento de los fondos humanitarios destinados a la seguridad alimentaria: 92% fue dedicado a la ayuda alimentaria. Tenemos que cambiar esta tendencia

Invertir en la agricultura y en los medios de vida agropecuarios es estratégico y rentable: según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el retorno a la inversión en estos casos puede ser 10 veces mayor que si se dedican los fondos a la ayuda alimentaria, y el efecto de este tipo de intervenciones se prolonga en el tiempo.

Prevenir, mitigar y responder a las crisis alimentarias debe comenzar con la producción de alimentos donde más se necesita, a través de programas que faciliten el acceso a semillas, herramientas, fertilizantes, forraje para el ganado y atención veterinaria.

Para evitar que el alza de los precios de los alimentos –empujados por mayores precios del transporte y de la energía– acabe en una crisis alimentaria, hay que aprovechar las temporadas agrícolas para aumentar rápidamente la disponibilidad de alimentos nutritivos.

Esto se puede lograr brindando a los productores los medios necesarios para continuar produciendo en condiciones adversas: para enfrentar escasez de fertilizantes e insumos, para hacer frente a sequías o inundaciones. Debemos permitir que las personas de las zonas rurales permanezcan en sus tierras, obtengan ingresos dignos, y lideren su propia recuperación, garantizando que sus hijos estén bien alimentados y educados. Si los productores afectados por un huracán reciben ayuda alimentaria, obtienen un beneficio transitorio (aunque muy necesario) pero si reciben apoyo para restaurar infraestructura comunitaria crítica dañada, les permitimos volver a tomar las riendas de su vida.

En paralelo a los apoyos productivos, es fundamental garantizar el acceso a alimentos por parte de los segmentos de población más vulnerables, a través del fortalecimiento de mecanismos de transferencia monetarias focalizadas y de redes de protección social.

Las intervenciones enfocadas en salvar vidas y en salvar los medios de vida deben ir acompañadas de esfuerzos para canalizar inversiones en la resiliencia de las personas y sus comunidades. Esto significa dotarlos de capacidades para anticipar amenazas en tiempo real, y para tomar acciones tempranas antes de que los golpee una crisis.

También significa estimular la inversión y el empleo a través de la activación del capital social de los territorios, brindando acceso a los pequeños productores al financiamiento –junto al sector privado– e impulsando la asociatividad, los circuitos cortos y las cadenas de valor sostenibles.

Además de las intervenciones de emergencia y de resiliencia, no podemos descuidar la necesidad de abordar las causas profundas de las crisis alimentarias: la persistencia de la pobreza rural y de las desigualdades estructurales, y el alto costo que tienen las dietas saludables.

En definitiva, debemos trabajar juntos y hacerlo ahora para frenar la escalada del hambre. Se requiere voluntad política del más alto nivel y el esfuerzo coordinado de todos, desde los gobiernos nacionales hasta las organizaciones locales, las agencias de las Naciones Unidas, la sociedad civil y el sector privado. Solo así lograremos la transición hacia sistemas agroalimentarios más eficientes, inclusivos, resilientes y sostenibles, y solo así evitaremos estar frente a la misma situación el próximo año, probablemente con más personas que necesitarán ayuda.

*Anna Ricoy es oficial de Gestión del Riesgo de Desastres de la FAO para América Latina y el Caribe

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