Imaginemos, amigo lector, un país de nuestro continente dirigido por un gobierno, de centro izquierda o centro derecha, que no se alinea con el bloque de regímenes castrochavistas auto calificados de revolucionarios. Imaginemos también que cuando en 2005 el presidente de ese país, a quien llamaremos Javier Hernández, gana por primera vez las elecciones, la Constitución no permitía la reelección inmediata (y ello, con el objetivo de impedir el continuismo presidencialista que tanto daño había causado a América Latina desde la época de los caudillos y las dictaduras militares de triste recordación).
No obstante, una vez en el poder, y valiéndose de un Congreso controlado por su partido, el ambicioso Javier Hernández logra modificar la carta magna a fin de poder postularse a la presidencia, una segunda vez, sin interrupción. La maniobra es denunciada por la oposición y en particular por los movimientos de izquierda radical del país, así como de América Latina en general. Pero de nada vale: el presidente Hernández se sale con las suyas y se mantiene en el poder.
No satisfecho con ese segundo mandato, Javier se vale de una burda estratagema para poder postularse por tercera vez consecutiva. Le cambia el nombre a su país. Entonces, aduciendo falazmente que por esa simple modificación se trata de un país que él nunca ha gobernado, invoca el derecho a presentar su candidatura en las próximas elecciones presidenciales.
Ante tan grotesca maniobra, la izquierda revolucionaria se erige en bastión de la democracia y manifiesta enérgicamente su repudio a los designios continuistas de Javier. De nada vale: el presidente Hernández se sale con las suyas y se mantiene en el poder.
El problema es que los delirios continuistas de Hernández no fueron satisfechos con ese tercer mandato. Quiere aún más. Y para ello, organiza en 2016 un referéndum en el que sus compatriotas son llamados a otorgarle el derecho de presentarse por una cuarta vez.
Pero, ¡oh sorpresa!, el plebiscito le es desfavorable, ya que al votar por el “no” a una nueva reelección, el pueblo manifiesta claramente que quiere nuevos líderes, que ya basta de Javier. Pero la voluntad popular le importa un bledo al despechado y ambicioso presidente: el Tribunal Supremo de Justicia –controlado por él y su partido– dictamina que presentarse a las elecciones presidenciales constituye un derecho humano inalienable, por lo que, añade dicho Tribunal, no se le puede impedir al presidente aspirar de nuevo a la Presidencia y presentar su candidatura en las próximas elecciones.
Pero entonces, amigo lector, ¿para qué convocar un referéndum si el resultado, en caso de serle desfavorable a Javier, iba a ser desestimado en nombre de un principio absurdo y aberrante?
Es así como Javier Hernández logra postularse para un cuarto mandato. Y una vez más, las cosas no le salen bien: con 83,8% de los votos ya contados, Javier Hernández no gana en la primera vuelta, por lo que estará obligado a enfrentarse en una segunda vuelta con una oposición que, unida en torno a quien obtuvo el segundo lugar, lleva todas las de ganar.
No obstante, el brillante Javier tiene la solución del problema. Hace suspender el conteo de votos, al mismo tiempo que se adelanta al veredicto del Consejo Nacional Electoral y se autoproclama vencedor. Luego, 48 horas más tarde, dicho consejo, dominado por adláteres de Javier, reanuda el conteo de votos y, ¡cataplum!, declara que a Javier le ha bastado esa primera vuelta para ganar la Presidencia por cuarta vez.
Al emitir tal veredicto, el CNE desestima la auditoría realizada por Ethical Hacking, es decir, la empresa contratada por ese mismo CNE, la cual había declarado “viciado de nulidad” el proceso electoral, y ello, a causa de las innumerables modificaciones y alteraciones de que fue objeto el conteo y la validación de votos.
Indignado, el pueblo se lanza a las calles a protestar contra las artimañas del gobierno. La Central Obrera Nacional, principal organización sindical del país, hasta entonces aliada a Javier y su partido, denuncia el fraude electoral. La izquierda revolucionaria se suma a las protestas populares. Las manifestaciones son tan multitudinarias que la policía se une a los manifestantes y los militares rehúsan reprimir.
El jefe de las Fuerzas Armadas, hombre de confianza del presidente Hernández, le sugiere que lo mejor sería apartarse del poder. Así, pues, con manifestaciones en su contra cada vez más fuertes, sin el respaldo de las fuerzas armadas para reprimir las protestas, y temiendo por su vida, Javier Hernández opta por renunciar y huir a un país dirigido por un gobernante amigo.
El relato que usted, amigo lector, acaba de leer no es totalmente imaginario. De hecho, se refiere a lo que ha ocurrido recientemente en un país concreto de América Latina, con personajes de carne y hueso. Se trata de Bolivia, y nuestro imaginario Javier Hernández no es otro que el muy real Evo Morales.
La única diferencia entre la realidad y nuestra ficticia descripción estriba en el hecho de que, en el plano real, la izquierda castrochavista –no solo en Bolivia sino en todo el continente– no se pronuncia en contra de las burdas estratagemas de Evo Morales y sus repetidas violaciones de los preceptos constitucionales, ni en contra del desconocimiento de la voluntad popular expresada en el referéndum de 2016, ni en contra de la intentona de fraude electoral en 2019. No, la izquierda radical latinoamericana –tan pronta a salirle al paso a los designios continuistas de cuanto presidente latinoamericano no forme parte del eje bolivariano– ha justificado y apoyado todos y cada uno de los espurios artificios esgrimidos por el paladín del castrochavismo en Bolivia para mantenerse en el poder.
Hoy, esa izquierda radical arguye que en Bolivia hubo un golpe de Estado contra Evo, cuando en realidad golpe de Estado fue lo que Evo perpetró, primero en 2016, al desconocer el resultado del famoso referéndum, y una vez más en octubre del año en curso, cuando manipuló fraudulentamente el conteo de votos con el fin de desconocer la voluntad popular.
Los zurdos castrochavistas invocan igualmente el gastado expediente del racismo y afirman que ha sido por su condición de indígena que Evo Morales fue combatido y echado del poder, olvidando o callando maliciosamente que los actuales presidentes de la Cámara de Diputados y del Senado –Mónica Eva Copa y Sergio Choque– ambos de origen indígena y dirigentes importantes del partido de Evo, abogan por una renovación del liderazgo, distanciándose así del arbitrario continuismo de Morales.
En pro de la renovación del MAS se ha manifestado igualmente Juan Cala, dirigente de ese partido, quien afirmó recientemente: “Muchos fuimos aislados por una cúpula, no era posible llegar a Evo. No podíamos hablar con la prensa, unos pocos daban la línea. Ahora esa cúpula se exilió, nosotros quedamos y nos toca renovar la política”.
Pero de esos impactantes llamamientos a la renovación del MAS, nuestros recalcitrantes zurdos castrochavistas han preferido no hablar.
Por otra parte, mientras el ex presidente castrochavista Luis Inàcio Lula da Silva afirma que su “amigo Evo Morales cometió un error cuando buscó un cuarto mandato como presidente”, nuestros obtusos izquierdistas siguen justificando el continuismo de su ídolo boliviano.
Finalmente, cuando se les caen todos y cada uno de los argumentos en defensa de Evo Morales, los zurdos sacan del bolsillo su último comodín: el famoso “¿Y qué me dices de…?”. Más concretamente: “¿Qué me dices de lo que está ocurriendo en Chile y Colombia, al igual que hasta ayer en Ecuador, donde el pueblo es reprimido por el simple hecho de protestar?”.
Argumento frágil como los haya. En primer lugar, abundan los indicios de que agentes cubanos y venezolanos están detrás del uso de métodos violentos empleados por grupos radicales infiltrados en esas manifestaciones. La probabilidad de tal injerencia es tanto más elevada cuanto que el torpe Nicolás Maduro la reconoció al declarar: “Al Foro de Sao Paulo le puedo decir, desde Venezuela, estamos cumpliendo el plan, va como lo hicimos, va perfecto, ustedes me entienden…” A confesión de partes, relevo de pruebas, se podría decir.
Lo que es más flagrante aún, a diferencia de lo que ocurre en Cuba, Venezuela o Nicaragua, bastiones del castrochavismo, los gobiernos de aquellos países no han aprovechado las manifestaciones populares para apresar e inhabilitar a disidentes, dirigentes y líderes de la oposición; e impedirles concurrir a elecciones; ni para crear, como en Venezuela, una Asamblea Nacional paralela o un Tribunal Supremo de Justicia títere.
Por el contrario, esos gobiernos democráticos que hoy dirigen Chile, Colombia y Ecuador, respetuosos de la libertad de expresión y de asociación, han decidido recurrir a la vía de la negociación con todos los sectores de la oposición, sin ponerse a escoger interlocutores favoritos como ha tratado infructuosamente de hacer el desastroso Nicolás Maduro.
A guisa de conclusión, cabe, amigo lector, plantearles algunas preguntas a los castrochavistas latinoamericanos que hoy inundan las redes sociales de falacias e incoherencias para tratar de justificar los desmanes cometidos por sus ídolos bolivarianos. Helas aquí.
Si la “revolución” que ellos defienden sin discernimiento llegara a tomar el poder en sus respectivos países, ¿cuántos de ellos quedarían defraudados por la misma, como lo están hoy millones de venezolanos chavistas, de nicaragüenses sandinistas y de bolivianos del MAS?
¿Cuántos decidirán sumarse a las protestas contra el régimen que ellos mismos habrían contribuido a instaurar (como ocurre hoy entre los revolucionarios defraudados en Venezuela, Nicaragua y Bolivia)?
¿Cuántos verán a sus madres y esposas tener que hacer colas interminables para lograr atrapar una cesta de comida –como las que distribuye el régimen de Maduro tratando de aplacar la ira de la población– y alimentar así a sus famélicos críos?
Y por último, ¿cuántos de esos “revolucionarios” tomarán las de Villadiego junto a sus familias, en busca de refugio y ayuda humanitaria en los países democráticos del continente que ellos no se cansan de denigrar?