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Francisco Narváez: un visionario de las artes plásticas venezolanas

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La Cultura, UCV

Francisco Narváez nació en Porlamar el 4 de octubre de 1905 y falleció en Caracas en 1982, fue un visionario de las artes plásticas en Venezuela. Hijo de José Lorenzo Narváez, ebanista, y Vicenta Rivera, su legado artístico se caracteriza por una evolución única como pintor y escultor. Su ingreso a la Academia de Bellas Artes de Caracas marcó el comienzo de una brillante carrera que lo llevó a destacarse internacionalmente.

En 1928, se trasladó a París para formarse en la prestigiosa Academia Juliac, donde compartió experiencias con renombrados artistas de la época como Modigliani, Kisling y Dufy. En este período enriqueció su estilo, fusionando influencias europeas con sus raíces venezolanas, con lo que creó un lenguaje propio impregnado de características indígenas y criollas.

Su autenticidad como artista venezolano se reflejaba en sus obras, especialmente en las esculturas y pinturas que llevaban la impronta del azul mágico del mar Caribe. Utilizaba materiales autóctonos como piedras de Araya y Cumarebo, así como maderas genuinas de la región. Sus temáticas criollas, como la pesca de perlas, pescadores, cacao, frutas y café, adquirían trascendencia por la fuerza y los colores que les imprimía.

A su regreso a Venezuela, Narváez inicio una serie de notables colaboraciones, como la Fuente del Parque Carabobo y las Toninas de la Plaza O’Leary de El Silencio, trabajos realizados junto al arquitecto Carlos Raúl Villanueva. En 1948, se integró a la monumental obra de la Ciudad Universitaria de la Universidad Central de Venezuela, junto a destacados artistas como Alexander Calder, Jean Arp, Victor Vasarely, Armando Barrios, Mateo Manaure, entre otros. Su capacidad para integrarse al paisaje urbano también quedó evidenciada en Margarita, con obras como la famosa ronda frente a la iglesia San Nicolás de Bari y la plaza Bolívar de Porlamar.

Francisco Narváez

En el paisaje estético de la Ciudad Universitaria, destacan varias obras notables del Maestro. El recorrido podría iniciar con el Gran Mural del Cristo en la capilla de la Ciudad Universitaria, seguido por La Ciencia, una escultura ubicada en el Instituto de Medicina Experimental. Además, en el Instituto Anatomopatológico se encuentra la escultura de La Educación, mientras que Anatomía ocupa un lugar destacado en el mismo Instituto. Otras piezas notables incluyen El Atleta, el busto de José María Vargas que adorna la entrada de la Plaza del Rectorado. Y una impresionante escultura de José Gregorio Hernández da la bienvenida en la entrada del Instituto de Medicina Experimental, obra del hoy beato, quien fue pionero de esa área en Venezuela.  Todas estas piezas son reflejo de la admiración del arquitecto Villanueva por las obras de Narváez realizadas en 1950.

Los Volúmenes del bulevar Guevara (1974), una obra de singular belleza donada por el artista e inspirada en la casa donde nació (que quedaba cerca del bulevar), destaca como testimonio tangible de su legado. De manera igualmente generosa, Narváez contribuyó con otra obra magistral para el Boulevard Asuntino, embelleciendo esta vía peatonal, abrazando además la remodelación de la Plaza Bolívar de la Asunción, la cual se concluyó en 1976.

En su momento, Narváez obtuvo el reconocimiento que merecía al ser galardonado con dos prestigiosos premios nacionales: en 1940, el de escultura, y en 1948, el de pintura, en el Salón Oficial de Arte Venezolano. Pero era una tarea pendiente honrarlo con un museo digno de su grandeza. A eso dediqué parte de mis esfuerzos como gobernador de Nueva Esparta.

Fue en 1975 cuando inicié el arduo trabajo de ubicación y construcción de lo que hoy conocemos como el grandioso Museo Francisco Narváez. La noticia se la comuniqué al maestro en una mañana especial, donde lo había invitado a compartir un café en el despacho de la Gobernación. Ante la abrumadora emoción del momento, Narváez se encontraba sin palabras para responder.

Envié a los arquitectos al servicio de la gobernación a Nueva York con el fin de visitar el Museo Guggenheim, una institución que personalmente considero de las más admirables. Mi intención era que pudieran captar algo de su belleza y estructura. Además, solicité la valiosa asesoría del Maestro Narváez, en colaboración con Alfredo Boulton, Oscar Ascanio, Jesús Soto y Debourg, con el propósito de planificar y ejecutar de inmediato el proyecto. La familia completa del Maestro se involucró de lleno: su esposa Lobelia y sus hijas Carola y Margarita se presentaban semanalmente, brindando su apoyo en todas las obras en las que estaba comprometido Francisco Narváez. La creencia personal de que los museos son auténticas aulas de estudio, educación y formación para la juventud ha sido una constante en mi pensamiento, alimentando mi admiración por estos espacios culturales.

 

Mi fascinación por Narváez se gestó en mi infancia; un pequeño Niño Jesús, tallado por el maestro, decoraba nuestro pesebre navideño año tras año. Este modesto inicio fue el punto de partida para mi apasionado vínculo con el arte. Las pinturas y esculturas de Narváez se convirtieron en elementos fundamentales de mi conciencia, desarrollándose a lo largo del tiempo y compartiéndose con mi esposa Solnik, mis hijos Juan Rafael, Virgilio, Daniela, Andrés, mi nuera Alexandra y mi nieta Alexandra Federica.

En cada una de sus obras, Narváez me guio con su sabiduría. Recuerdo especialmente cuando llegamos a la Plaza Bolívar en un día radiante, inmersos en una remodelación que incorporó hermosos arabescos. El Maestro supervisaba las obras con meticulosidad y dedicación. Su presencia era constante en el museo, creando un ambiente de cercanía y generosidad. A pesar de su fama, su carácter afable y humilde era notable; parecía un niño en su manera ingenua de actuar, revelando una inmensa humanidad que desbordaba incluso los límites de su frágil cuerpo.

El museo, concluido a finales de 1978 en la Calle Igualdad, fue el resultado de un esfuerzo conjunto y se convirtió en un referente nacional e internacional. Octavio Ruso, enviado a México para recibir formación bajo la tutela de Fernando Gamboa, uno de los directores de museos más prestigiosos en la historia de México, fue su primer director.

Hablar del Museo Narváez, concluido a fines de 1978, es sumergirse en su historia. La elección de la Calle Igualdad como sede fue estratégica, considerando su auge comercial estimulado por el decreto presidencial que estableció el puerto libre en 1974, año en que también comenzaron las obras de infraestructura clave para la isla. El Museo lleva su nombre por un decreto presidencial que le solicité al presidente Carlos Andrés Pérez como una sorpresa más para el maestro.

La obra de Francisco Narváez también perdura en la Fundación Francisco Narváez, establecida por su amada esposa Lobelia, sus hijas Margarita y Carolina, y su sobrina María Edilia situada en San Martín, Caracas. Bajo la minuciosa supervisión de Lucas González, esta fundación experimentó una remodelación en 1989, adoptando la forma de una escultura creada por el propio Francisco Narváez. Entre sus colecciones más completas y admirables se encuentran las del Museo Narváez en Margarita generosamente donadas por el artista en 1977, así como las de Tita Mendoza y Patricia Phelps de Cisneros.

Los períodos artísticos de Narváez reflejan su evolución creativa, desde el figurativo y ornamental hasta el abstracto lírico y el abstraccionismo geométrico. Su presencia humilde y afable en el museo dejó una huella indeleble, siendo un ejemplo de dignidad, maestría, calidad humana, sabiduría y generosidad.

Quiero expresar mi agradecimiento al incansable esfuerzo de Carolina Lehman, quien ha mantenido viva la esencia y la misión de la obra de Narváez, convirtiendo su museo en una referencia nacional e internacional del arte universal. Asimismo, mi reconocimiento a Ivanova Decán por su constante compromiso con el museo, y a la excepcional crítica de arte y consejera, la doctora Bélgica Rodríguez, por su valioso acompañamiento en el Museo Narváez.

Francisco Narváez, con su genialidad y visión única, contribuyó a enriquecer el panorama artístico venezolano. Nos dejó un invaluable legado que trasciende el tiempo y sigue inspirando a las generaciones futuras.

El maestro Narváez es un ejemplo de lo positivo venezolano, para decirlo con una expresión acuñada por Augusto Mijares.

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