Debemos intentar comprender las sorpresas. Aunque desde las elecciones europeas y la primera vuelta de las legislativas se podía presagiar una victoria clara o incluso aplastante del partido de derechas de la Agrupación Nacional, su derrota acabó siendo abrumadora, ya que en las elecciones del pasado domingo ocupó el tercer lugar detrás de la izquierda del Nuevo Frente Popular y del partido del bando presidencial. En un cierto sentido, y así lo advierten con razón los interesados, se trataría de una victoria, toda vez que el partido de Le Pen ha aumentado considerablemente su número de escaños y ha logrado diez millones de votos, contra los siete del Frente de izquierdas y los otros siete del macronismo. Con todo y con eso, este resultado puede interpretarse como una derrota para el lepenismo si se compara con la expectativa creada tras la primera vuelta.
Una gran alianza de última hora fue la causante de la sorpresa. Todos se unieron contra la Agrupación Nacional, desde los socialistas más moderados hasta los extremistas de izquierdas más violentos. Los eternos adversarios se reunieron al menos para ese día; una unión de lobos y corderos tan extravagante que nos sigue dejando atónitos. La posibilidad misma de esta alianza debe ser cuestionada. Pero lo cierto es que la primera formación política de Francia es el Frente Republicano, que lucha victoriosamente contra el «fascismo» al grito de «¡No pasarán!».
Estas elecciones han sido muy reveladoras de la mentalidad francesa y sus modos de pensamiento político. Agrupación Nacional es un partido nacionalista de derechas que propone reformas de la inmigración cercanas a la política de Suiza o de Dinamarca. Está formado por diputados bastante tranquilos, que no son los primeros de la clase. De hecho, nuestras élites se avergonzarían de unirse a una derecha nacional, aunque les gustaría, ya que Francia no deja de ser un país donde las creencias cosméticamente lujosas campan a sus anchas, el pensamiento de izquierdas es esnob y el de extrema derecha se antoja como una forma de paletería. Los diputados de Le Pen aspiran a restaurar una autoridad que está desapareciendo (en la escuela, en la justicia y la policía, en la calle). Esto no los convierte en nazis, y hace ya mucho tiempo que el anciano padre Le Pen, que sí fue un tirano en la década de 1930, ya no tiene voz ni voto. Sin embargo, durante la semana previa a las elecciones se intentó definir a AN como si fuera el partido de Adolf Hitler: la amenaza del totalitarismo, el miedo a la exclusión de todas las personas de color, el chantaje con algo semejante al gulag, la intimidación, el fantasma de la guerra civil (anunciada por el mismísimo presidente), funcionaron de maravilla. Por eso, los votantes optaron masivamente por partidos que acogen en su seno a auténticos defensores de Hamás y del genocidio, auténticos antisemitas, auténticos racistas, pero, al menos, racistas y genocidas de izquierdas. Hubo quien desde el bando de Mélenchon llegó a explicar que existe un antisemitismo «bueno» y un antisemitismo «malo».
Hay que entender que la vida política francesa puede resumirse en la fabricación de un enemigo grandioso y aterrador, a imagen de todos nuestros símbolos históricos. Es, si se quiere, algo próximo a Don Quijote luchando contra los molinos de viento. Esta historia viene de lejos. Francia, país de 1793, sigue siendo heredera de Robespierre y fogosa hija de la Ilustración. Y lo que rechaza a toda costa en la Agrupación Nacional, como afirmaban los analistas de la noche electoral, es el espíritu antiilustración, antiglobalización, escéptico con el mestizaje y partidario del arraigo.
No hay que olvidar que Francia fue el último país leninista en el que las élites consagraron el marxismo hasta la caída del Muro de Berlín. Y que es el país más igualitario del mundo, donde los salarios son más moderados y los impuestos más altos para los ricos. Somos el único país del mundo (a excepción, quizá, de Corea del Norte) donde la sanidad, la escuela y la universidad son gratuitas para todos. En el fondo, Francia es un país de espíritu socialista, y el programa económico y social de la Agrupación Nacional es en sí mismo un programa socialista, diseñado para compartir aún más, si es posible, y gastar aún más, gracias a la deuda, en prestaciones sociales.
En cuanto a nuestro presidente Macron, se trata un niño que juega con Francia, como el niño dios de Heráclito que mueve los peones por el tablero de ajedrez del mundo. Este Narciso bonapartista encontrará la manera de triunfar, porque está convencido por naturaleza de que sigue siendo el mejor y de que nada se le resiste. Esto nos causará, sin ninguna duda, graves turbulencias durante las cuales el país seguirá hundiéndose lentamente. «Ay de la ciudad cuyo príncipe es un niño», dijo Montherlant. Nuestra desgracia es que este presidente, que por una vez no es socialista y quería una Francia liberada de sus prejuicios igualitarios de otra época, es al mismo tiempo un tecnócrata discípulo de Saint Simon. Y no hay hechicero más peligroso que el que, en una democracia, cree saberlo todo gracias a su razón todopoderosa. Destruye la democracia con su propia ciencia y la transforma en un almacén de artículos de broma. Si a esto se suma que nuestro irresponsable Narciso ha hundido la economía del país a fuerza de querer gustar a todo el mundo, comprenderán que nos encontramos en una situación poco envidiable. Tocqueville decía que Francia es el país más peligroso de Europa, porque carece completamente de sentido común. Nada ha cambiado.
El hecho es que las frustraciones del partido perdedor, la Agrupación Nacional, se van a acumular y van a permitir que los grandes deseos de venganza se hiervan a fuego lento. Aunque en lo referente a la economía y los asuntos sociales, Francia, incluyendo a la Agrupación Nacional, sea claramente de izquierdas, en lo que concierne a la autoridad y la inmigración está muy a la derecha. Más a la derecha, incluso, que el partido de Le Pen. Y ni siquiera el Frente Republicano, una agrupación camaleónica que libra una guerra contra los molinos de viento y que aglutina el mayor número de escaños, conseguirá hacer creer eternamente a la gente que los molinos de viento son gigantes.
Artículo publicado en el diario ABC de España