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Francia y la política del todo o nada

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El primer ministro de Francia, Michel Barnier, junto al presidente Emmanuel Macron / Foto EFE

 

La reciente censura al gobierno de Michel Barnier en la Asamblea Nacional de Francia no es solo un terremoto político: es una lección sobre cómo los límites de lo que consideramos posible cambian cuando las crisis se vuelven insostenibles. Más allá de los números —331 diputados votando contra el primer ministro—, lo que realmente está en juego es cómo los extremos ideológicos han logrado marcar el ritmo de la política en un país que alguna vez se enorgulleció de su moderación.

Cuando pensamos en política, solemos asumir que las decisiones se toman dentro de ciertos márgenes razonables. Sin embargo, lo que ayer parecía impensable, hoy es visto como una solución legítima. Este fenómeno no es exclusivo de Francia, pero el caso reciente de la censura ilustra cómo el sistema político puede transformarse en cuestión de horas.

Antes, la idea de que la extrema derecha de Marine Le Pen y la extrema izquierda de figuras como Éric Coquerel, colaboraran habría parecido absurda. Sus visiones para Francia no podrían ser más opuestas. Sin embargo, en el contexto actual, unirse para censurar al gobierno de centro-derecha no solo se volvió posible, sino inevitable. Esta unión táctica, aunque momentánea, lleva a reflexionar: ¿qué tan frágiles son las divisiones entre lo aceptable y lo inaceptable en la política?

Lo que ha sucedido es que los extremos han logrado imponerse. La derecha y la izquierda radicales no solo han derribado un gobierno, sino que han desplazado el debate político hacia sus propios términos. Hoy, ideas como la dimisión del presidente Emmanuel Macron, que antes parecían radicales, ahora se discuten abiertamente. Mientras tanto, los partidos moderados se ven arrinconados, defendiendo una visión que muchos consideran anticuada o insuficiente para enfrentar los desafíos del país.

Esto plantea un problema grave: ¿qué pasa cuando la política se convierte en un juego de todo o nada? La censura puede parecer una victoria para los que exigen un cambio, pero también deja un vacío peligroso. La formación de un nuevo gobierno es incierta, y el país queda atrapado en un estado de parálisis que, lejos de resolver los problemas, los profundiza.

En este contexto, figuras como François-Xavier Bellamy y Gabriel Attal, defensores de la moderación, advierten que la alianza entre extremos ideológicos es una “catástrofe”. Y tienen razón. Pero lo que estas voces no han entendido es que las reglas del juego han cambiado. Los ciudadanos, cansados de un gobierno que perciben ineficaz, están dispuestos a oír soluciones que antes habrían descartado.

La pregunta que enfrenta Francia —y, en realidad, todas las democracias modernas— es cómo reconstruir un espacio político donde las soluciones no tengan que venir de los extremos. El país no puede permitirse que el juego del todo o nada se convierta en la norma, porque ese camino lleva al estancamiento o, peor, al caos.

Es momento de que los líderes moderados reconozcan que su discurso necesita adaptarse a una nueva realidad sin perder su esencia. Si no lo hacen, los extremos seguirán ganando terreno, y con ellos, las políticas del cortoplacismo y la división. Francia no solo necesita un nuevo gobierno: necesita un nuevo pacto político que devuelva la estabilidad sin sacrificar la democracia.

 

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