La historia de los hombres, de los pueblos y sus culturas, siempre regresa sobre sus pies y se reconcilia consigo, cada vez que redescubre el principio ordenador de la dignidad humana.
Importa saber, por lo mismo, sobre todo a la luz de nuestras maltratadas raíces judeocristianas y grecolatinas que, mientras a no pocos les avergüenzan, según decía Benedicto XVI – el lugar y el tiempo son el odre necesario e insustituible para la vida institucional y la convivencia en paz y con libertad.
Nos encontramos en una difícil encrucijada. Tras el imperativo de la gobernanza digital, en un marco contracultural sin espacios ni memoria, adánico o de limen, predominan la virtualidad, el imaginario, la instantaneidad y de suyo la doblez social y política. Es decir, manda el tiempo del no-tiempo y el del punto o la nada espacial, que es ausencia o muerte de la razón y de la misma razón de la vida humana como sucesión de acontecimientos.
Esto lo explica con sobrada lucidez José María Lasalle en 2017, a propósito de su cartografía de un totalitarismo posmoderno: Contra el populismo: “El futuro desaparece porque se ha consumado gracias a la utopía digital que decreta el tiempo real como un eterno presente, un no-tiempo que se fundamenta en una miniaturización abreviada de las experiencias humanas que nos encierran en la inanidad de todo desplazamiento al disolver el espacio como dimensión medible de nuestro ser”.
Y es que, al suponerse el fin sensible de la experiencia humana con las grandes revoluciones, la digital y la de la Inteligencia Artificial, ha sobrevenido de inevitable la desaparición de los límites asociados a aquella. Hemos dejado de habitar en lo razonable para adquirir identidades online, en una suerte de nihilismo tecnocrático que anula las fronteras que han dividido, desde los orígenes del mundo, lo justo de lo injusto, la bondad de la maldad, la buena vida o el Buen Vivir de la vida buena.
Si desde la distancia indispensable analizamos el devenir de las Américas y de Europa occidental –observando orteguianamente al bosque sin tropezar con sus árboles– constataremos que, tras el primer ciclo de tres décadas –1989/2019– durante el que se sembraran por Naciones Unidas el desencanto con la democracia y la prédica del Estado autoritario y personalista como su solución, sucesivamente, los gobernantes interesados en el declive del Occidente de las leyes, a lo anterior le adosaron una aporía: la deconstrucción de nuestras raíces y, de suyo, prosternar toda forma de relación ciudadana institucional y de ejercicio orgánico o de mediación del poder. Así surge, al término, la propuesta de las «democracias al detal» que nos allegan Xi Jinping y Vladimir Putin en vísperas de la guerra contra Ucrania, a saber, el derecho de los pueblos a elegir con libertad el camino hacia las dictaduras.
La justicia, los jueces, el Ministerio Público son intervenidos, por ende, como primer paso para la perturbación del lenguaje político y jurídico; la instalación a perpetuidad de regímenes de la mentira y al cabo la criminalización de la libertad. Así lo fue en Venezuela y así lo es en Colombia, en El Salvador, en México, y hasta en Estados Unidos.
Durante el fascismo, el auténtico, tal como lo refiere en ensayo memorable don Piero Calamandrei, “la mentira política” – calcada por los miembros del Foro de Sao Paulo y sus causahabientes del Grupo de Puebla – fue el instrumento y la fisiología del poder en Italia. Imperaba, como en Venezuela, “el gobierno de la indisciplina autoritaria, de la legalidad adulterada, del ilegalismo legalizado, del fraude constitucional”. Las palabras escritas sobre la ley no tienen “el significado registrado en el vocabulario”, sino otro y al arbitrio, siempre opuesto al común e inteligible.
No obstante, en los 30 años que ya siguen al COVID-19, los autoritarismos electivos del tiempo anterior, como se constata, buscan jugar fuera del sistema. La simulación constitucional y democrática, tributaria del Foro de São Paulo, llega a su final. Venezuela otra vez es el gran laboratorio, en el que al paso se mira la España de Pedro Sánchez.
El pasado 28 de julio, cuando los venezolanos –bajo las reglas de la dictadura del siglo XXI imperante– logran elegir por avalancha a un presidente opositor, a Edmundo González Urrutia, y con ello derrotar a la satrapía militarista de Maduro, la clave de esa ruptura inesperada y casi milagrosa, encarnada en María Corina Machado, fue simple: servir siempre a la verdad.
En el distante 1952, en circunstancias distintas pero agonales como la nuestra, don Eduardo Frei padre, fallecido expresidente, invocando el pensamiento de Jacques Maritain, recordaba a sus alumnos de la Universidad de Chile que un nuevo orden no surgirá sino después de que la “desobediencia”, en la que se ha encerrado nuestro tiempo antropocéntrico, haya suscitado una nueva efusión de “misericordia”. Aólo así, precisaba, será posible hacerse de una idea clara sobre la magnitud de la peripecia histórica que nos espera.
En suma, nuestros pueblos y naciones se lo tragan las guerras, el terrorismo, gobiernos coludidos con el narcotráfico, desprecios a la soberanía popular y una impunidad procaz ante los crímenes de lesa humanidad – otra vez es el caso de Venezuela – y para el Alto funcionario y para los Estados lo relevante y de futuro es debatir sobre “misoginia”.
Acaba de celebrarse, en Ciudad de México, bajo los auspicios de la Fundación Konrad Adenauer y la Organización Demócrata Cristiana de América, el Foro América Libre, al que concurrieron casi un centenar de organizaciones e internacionales de partidos comprometidos con la democracia liberal, en un contexto privilegiado que interpela y llama a la ingente tarea del recreo de las leyes universales de la decencia. Se trata de una confluencia entre quienes, predicando las ideas de libertad y democracia, lo hacen sin doblez ni utilitariamente, sirviéndole a su causa sin servirse de ella. Y acaso baste, por lo pronto, proponerles que, como reverso de la globalización rescaten el valor de la localidad y su memoria, garantes ciertos del ejercicio responsable de la libertad, y propendan, con vistas a la conservación de la Casa Común, a una «ecología humana» que proteja al hombre “de la destrucción de sí mismo”.
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