Me crispa y avergüenza admitir que todavía hoy, transcurridos veinte o más años de oprobios y ofensas, el país venezolano, bajo el socialismo bolivariano, sobrevive aturdido, descentrado. Comenzamos cada nuevo día con pie equivocado, damos brincos, tropezamos con piedras políticas, nos confundimos y nos estrellamos contra la espiral inflacionaria, resbalamos en la acera de los infortunios y sufrimos la crueldad de la diáspora y la agonía de no saber qué vamos a comer mañana.
El régimen militar no oculta su vocación criminal, sus carencias morales. Abandonó definitivamente a los venezolanos que no comparten sus vulgaridades y fracasos políticos y económicos. Secuestró nuestra alegría, anuló el estado de ánimo que nos hace sonreír. Nos sepultó en los sótanos de las desgracias y nos empujó al destierro, pero hay algunos más desdichados que mueren bajo espantosas torturas. La situación es tan grave que la señora Bachelet tuvo que poner cara seria para sorpresa de quienes la teníamos por socialista empedernida. Alguien dijo que la muerte espantosa del capitán Rafael Acosta Arévalo y los perdigones en la cara de un adolescente bastaban para que un ejército internacional invadiera el país y sacara o detuviera a los delincuentes que usurpan el poder. Muchos se molestan con solo pensar en invasiones, pero ¿no invadió Estados Unidos a Francia, Granada y Panamá? La historia, impertérrita, ha seguido su camino y Francia, Granada y Panamá siguen estando allí.
¡Creo que somos flores perennes! Y lo es mi propio país cultural. Los museos nada ofrecen en sus espacios; no dan muestras de vida, sucumbieron en el desplome de la cultura oficial y el régimen militar; siguiendo la mejor tradición del nazismo, considera degenerado el arte que hacemos. Borró toda huella cultural de altura y nobleza para hundirse en los manglares de una “patriótica” mediocridad que solo le ha servido para pintarrajear las paredes y afear las ciudades suficientemente castigadas por las torpezas económicas y la crueldad de las aflicciones. San Cristóbal ya no es la misma; Maracaibo huele mal y es un desastre; Mérida perdió el encanto que alguna vez tuvo, y el resto del país vive en la oscuridad.
Pero hay, en la otra acera, en una zona perfecta y absolutamente privada, una vida cultural intensa y asombrosa. Se editan libros, hay reuniones, conferencias, existen en Caracas las librerías El Buscón y Kalathos que se manejan con criterios de una modernidad apasionante. Hay en ellas oxígeno suficiente para respirar y rozar nuevos horizontes.
Se celebran talleres con diversos propósitos; hay una plaza en Los Palos Grandes (¡posiblemente, la única!) que ofrece sus espacios no solo para el goce de una vida al aire libre (juegos, niños, ajedrez, taichí, actos culturales), sino para que Eugenio Montejo continúe vivo y Francisco Herrera Luque persista, a través de la Fundación que lleva su nombre, en la búsqueda de la luna de Fausto.
Las artes visuales son como flores perennes, persisten en sus fragancias. No sé cómo hacen los creadores para conseguir los materiales que componen sus obras, pero ellas aparecen en galerías que nacen y se sostienen en espacios que jamás imaginaron que iban a servir para actividades tan gloriosas y fascinantes: unas quintas en algunas urbanizaciones, un tercer piso en un edificio anónimo y allí nos esperan los prodigios del arte.
El Trasnocho, en Las Mercedes, es un oasis en permanente fervor. El teatro puede llevar acertadamente el nombre de Héctor Manrique, aunque hay otros teatreros de enorme talento; y el cine, el nombre de José Pisano (¡no puedo olvidar el magazine Moviola que dirigió en tiempos de La Previsora!). El Trasnocho también es aroma de café y cacao, espejos, una esclarecida galería de arte y la presencia de Solveig Hoogesteijn. ¡Se siente uno seguro allí!
Hay en Caracas portentosas colecciones de pintura, la Fundación Polar cumple tareas de asombrosa modernidad y todos sostenemos y expresamos pensamientos propios y admitimos que nuestros hijos son mejores que nosotros mismos y nos enorgullece saber que seguramente encontrarán un nivel laboral y una vida emocional armoniosa en el país que eligieron víctimas de la diáspora cruel desatada por el régimen militar.
Insisto en calificarnos como flores perennes. Más aún: como flores de loto que nacen en las aguas de los estanques o en el pantano, porque igualmente todos nacemos y florecemos en un país absurdo, áspero, caudillesco y petrolero que oficialmente odia o niega la belleza y persigue con saña la sensibilidad y la inteligencia y, sin embargo, persistimos en amarlo con abierta pasión. Y me pregunto: ¿qué he ganado yo? Y el Eclesiastés, en una Biblia que leo a veces, responde por mí: “No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo: y esta fue mi parte de toda mi faena”.
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