La Guerra Federal que estalló en 1859 duró menos que la mitad de la guerra que selló en 1821 la independencia de la Capitanía General de Venezuela del Reino de España, que empezaba a transitar el sendero de la constitucionalidad después de recuperarse de la entrega de armas, bagajes y territorios en ultramar por Carlos IV y su hijo Fernando VII al emperador Napoleón. Finalizó el 22 de mayo de 1863 con la firma del tratado de Coche.
Sin importar que la Constitución aprobada en la Convención de Valencia estableciera de hecho el régimen federal, con la elección de gobernadores y autoridades municipales, los victoriosos liberales lo primero que hicieron al instalarse en el poder fue incorporar las palabras “Dios y Federación” al Escudo Nacional y cambiar el nombre de la República, que se comenzó a llamar Estados Unidos de Venezuela.
Como lo había advertido Fermín Toro, ni el sistema federal ni las elecciones resolvieron los problemas que multiplicó la guerra civil, caracterizada más por levantamientos aislados de caudillitos locales que por un compromiso político-militar e ideológico. Era una idea, una suposición generalizada, una ilusión de que construirían un paraíso matando godos a cogotazos y apropiándose de tierras y ganaderías, como hasta hacía poco lo habían hecho los hermanos Monagas y los suyos desde la “legalidad del poder”.
Un año antes, el 25 de junio de 1857 se publicaba en Francia Las flores del mal de Charles Baudelaire, que se considera la obra cumbre del poeta de mayor impacto del simbolismo francés, que por sus excesos personales y sus atrevimientos contra la pacatería de la época con su regodeo con el mal cambió la poesía en su forma y en su contenido. Una revolución incruenta en sus consecuencias, pero salvaje en los modos.
“El grito de la federación” lo dio en Coro el 20 de febrero de 1859 el comandante Tirso Salaverría, que con 40 hombres asaltó el cuartel de la ciudad y se apoderó de 900 fusiles, mosquetones de un solo tiro reformados. La guerra empezó un domingo, un día de recogimiento y descanso, pero le siguieron largas décadas de cimarroneras y montoneras, de gamonales, bandidos y demagogos que tendrán una influencia abierta o solapada hasta finales del siglo XX, cuando se reavivan las consignas que los liberales amarillos nunca pudieron cumplir ni en el campo de batalla ni desde la gestión del Estado.
La guerra que dirigían Juan Crisóstomo Falcón, Ezequiel Zamora, José de Jesús González, Zoilo Medrano, Donato Rodríguez Silva, el hijo del prócer Rafael Urdaneta y otros futuros generales contradecía cualquier tratado de regularización de la guerra y parecía que el decreto de guerra a muerte había sido restituido y profundizado. Ante los rumores falsos de que el gobierno iba a restituir la esclavitud y que los antiguos esclavos y sus descendientes, los mestizos, pardos y mulatos, todos los que no fueran blancos serían vendidos a Inglaterra, que haría jabón con sus carnes y botones y mangos de cuchillos y de bastones con sus huesos, las poblaciones rurales sumidas en las penurias del hambre y del analfabetismo, se sumaban a la revolución en marcha con una gran consigna: “Mueran los blancos”.
En 1999 comenzó otra revolución “pacífica, pero armada”, no contra los blancos sino contra “los ricos y las cúpulas podridas de los partidos puntofijistas”. La promesa era freír en aceite caliente las cabezas de los líderes de AD y Copei. Como Baudelaire en la “Destrucción” de La flores del mal, aunque se sentía que era un demonio incesante el que agitaba en su vera, repetía que era el ánima del Libertador que se le aparecía y se sentaba a su lado o que un pajarito le silbaba instrucciones al nuevo oficiante. La poesía de las armas y el poder que emerge de la punta del fusil, de la arbitrariedad y el me da la gana, contra la inocencia callejera que creía que venía el orden y el progreso, no esa versión del siglo XXI de “hombres libres”, irrespetuosos y mancilladores de la libertad del otro.
A la República le costó recobrarse de los estropicios de los federales, tanto en la producción de bienes y servicios como en la administración del tesoro público, quizás pudo en parte por la ayuda de los ingresos petroleros y la desaparición de los mandones y la creación de un Ejército institucional, aunque lamentablemente nunca aceptó su obediencia al poder civil. Luego de cuarenta años de democracia, de vida en libertad, la ingenuidad azuzada por la mala intención destapó las puertas del infierno que tanto había costado cerrar. Por ahí andan los diablos sueltos, con sus flores del mal y los “labios habituados a filtros infames”, a la mentira criminal y al silbido obseso. Beatificados y santificados a su propio mandar, celebran haber transformado el infierno es un simple escollo en el camino hacia la muerte. La dialéctica que tanto alabaron les marca el fin, que no será el fin de la historia, sino la astucia de la razón. Vendo ramo de flores listas para la siembra eterna.
@ramonhernandezg