Que las alas arraiguen y las raíces vuelen. No existe otra fórmula más que la que plantea este aforismo de Juan Ramón para asegurar la robustez de una cultura en el tiempo. Cantar a tu aldea para hacerla universal. A tu calle, siguiendo esa idea compartida por intelectuales y poetas de que solo lo fugitivo prevalece. El flamenco, en este sentido, parte del juicio de que agoniza, porque a la más vanguardista de nuestras artes se le ha catalogado como atávica cuando, en realidad, no pertenece a ningún tiempo. Ahí radica su singularidad. Y por eso parece un patrimonio único en el mundo.
En 1922 Manuel de Falla organizó el Concurso de Cante Jondo de Granada por una razón que a los ojos de hoy se antoja extraña. Las esencias de aquella queja mística y remota se consideraban perdidas a causa de la profesionalización de los artistas a principios del siglo XX, por lo que habían de recuperarlas buscando talento entre los aficionados. Manolo Caracol tenía doce años, y salió victorioso del evento junto a un veterano Tenazas de Morón en presencia de Edgar Neville, Lorca, Gómez de la Serna y otras personalidades. Pero entonces la Niña de los Peines no había grabado aún muchas de las piezas de mayor enjundia de su repertorio. El género continuaba redefiniéndose, porque toda una pléyade de creadores referenciales estaban todavía en el porvenir: Carmen Amaya, Antonio Mairena, Pepe Marchena, Sabicas, entonces unos críos, Paco de Lucía, Camarón de la Isla, Enrique Morente, El Lebrijano, Mario Maya… A pesar de ello, se consideraba que ya se moría, y así lo argumentaban los artistas de la época. Un catastrofismo endémico que se arma como otra de las piezas angulares. Propongo ante ello una rara nostalgia hacia el futuro, que es lo único que verdaderamente no existe como tal. El resto son briznas de romanticismo.
La etiqueta «arte viejo» se ha utilizado históricamente como una herramienta comercial, pero pocas composiciones existen en la música universal tan novedosas y propias como una viejísima seguirilla de Manuel Torre. Esto nos ha conducido a que ese adjetivo, en cualquier otro terreno una descalificación, luzca aquí como el mayor de los piropos: ¡canta como un viejo! Antonio Chacón, la gran figura que sirve de nexo entre el siglo XIX y XX, ofreció semanas después de aquel certamen del 22 una entrevista para ‘El Liberal’. La realizó con el periodista Galerín en compañía de ese niño prodigio que fue Caracol. Y dijo lo siguiente: «El cante volverá a quedar reducido a lo que fue». Pero es que el cante, como demuestra su desarrollo histórico, nunca ha sido lo que fue: esa es la muestra capital de su modernidad. Avanza dentro de unos códigos y esquemas definidos, pero poco tiene que ver la expresión de los años 20 con la del siglo anterior, la de los años 60 con la de los 30 y la de hoy con la de los 80. Lo que Chacón exclamó ante ese imberbe que revolucionaría teatros y casas de discos a base de zambras, fandangos y soleares de corte gaditano es lo mismo que se le dice hoy a muchos jóvenes: el flamenco agoniza. Sin embargo sobrevive, «a pesar de los flamencos», como sentencia la investigadora Catalina León Benítez.
Hace tan solo unos meses se aprobó en Andalucía la Ley del Flamenco, que tratará, entre otros resortes, de encauzar esta manifestación en las escuelas. En 2010 la Unesco la declaró Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Pero el reconocimiento del público internacional es mucho más profundo que el que en los últimos años le han procurado las instituciones. En 1889 La Macarrona triunfó en la Exposición Universal de París como hoy lo hacen en diferentes escenarios Israel Galván, Vicente Amigo o María Pagés. Y mucho antes de que los flamencos comenzaran a embarcarse en otras músicas, como la anglosajona, esas otras músicas miraban ya al flamenco. Así el primer encuentro con el jazz viene de la mano de Miles Davis, en ‘Sketches of Spain’ (1960). Stravinsky, Ravel, Debussy, Turina y más adelante Chick Corea, Pat Metheny o los grupos de rock Grateful Dead, Smash y Triana no dejaron nunca de inspirarse en su complejidad rítmica, en su visceralidad, en su carácter sentencioso, igual que estos días lo hacen las estrellas del momento desde diferentes prismas, ya sea C. Tangana o Rosalía. A su vez, siempre se miró el flamenco en otras culturas: desde la música clásica al canto gregoriano, a partir del cual El Mellizo creó su malagueña, o el ritmo vivaracho de Latinoamérica.
Su modernidad guarda relación con la permeabilidad, que lo hace un ente aglutinador de lo mejor de cada casa. El flamenco se prende de todo encima de un escenario. Ejemplos de esa riqueza hay tantos como variedad de mantones. El hecho de que sea el único arte extranjero que tiene cabida en casi la totalidad de los espacios escénicos de Nueva York, desde el Carnegie Hall hasta el New York City Center, el Guggenheim, el Lincoln Center, el Town Hall, el Baryshnikov Center, Roulette, la sala Drom y Joe’s Pub, prueba que entre su vértice más tradicional y el más experimental palpitan todas las sensibilidades posibles.
La marca de un país se define por la extensión de su idioma y los bienes declarados como patrimonio. También por su posición privilegiada en el entorno cultural, el trabajo de sus embajadores y el número de instituciones que velan por su proyección más allá de las fronteras, como el Instituto Cervantes, Aecid y Acción Cultural Española. Cabe citar que Japón es el segundo país del mundo con mayor número de tablaos, después de España. México, el tercero con más escuelas. Se celebran festivales en los rincones más insospechados del globo, exhibiéndose en aforos de miles de personas y también en pequeñas salas, incluso aulas de colegio. Un francés sin DNI tiene que dar explicaciones acerca de su origen. Basta el vuelo de una mano para explicar en menos de un segundo de dónde viene quien tiene el don de esta danza jonda que ha abierto la Ópera de Sydney con las muñecas de La Yerbabuena quebrándose por siempre.
Tan poderosa es su arquitectura musical, la cual trae aportaciones de andaluces y de intérpretes castellanos, de gitanos y diversos folclores, de África, Oriente y otras tendencias propias de la segunda mitad del siglo XX, que también camina solo en su forma de comunicar. En lo que reina un galope creciente en el mundo contemporáneo, henchido de ruidos y redes sociales que a veces terminan por distanciar, el flamenco puede permitirse un compás lento para contar dolencias, alborozos y otras emociones mucho más complejas: el de la soleá. Además, requiere de la cercanía. De lo fugaz y orgánico. Tía Juana la del Pipa es por todo ello de una modernidad arrebatadora. Su voz parte de la ceniza y de la cruz. De una fatiga ancestral en la que se revelan los sindures y sueños ocultos. Entender que es el vuelo de la raíz lo que nos diferencia ante el resto es reconocer la estructura de nuestra identidad, o los principales rasgos de su fachada. Flamenco, Andalucía y España son más o menos lo mismo para el tipo que vive en el octavo izquierda de un bloque de pisos en una gélida avenida de Wisconsin. Una lección de cultura y alta popularidad que requiere de pecho político y orgullo nacional. Se canta lo que se pierde.
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