Ahora evoco a través del hilo mnémico de mis intransferibles recuerdos mis primeras lecturas realizadas por gusto personal; corrían los años setenta y el país nadaba, literalmente, en el alborozo de los altos precios -como ahora- del excremento del diablo, como gustaba llamar al petróleo Juan Pablo Pérez Alfonzo. He visto y leído por ahí que la mayoría de los lectores de mi «generación» se iniciaron leyendo a Salgari, Stevenson, los hermanos Green, Julio Verne, Melville y toda esa fabulosa pléyade de hercúleos gigantes de la imaginación. Yo, en cambio, me inicié en la inagotable e infinita aventura de leer entrando en contacto con la virulenta literatura revolucionaria de neta raigambre marxista o anarquista. Por ejemplo, cuando estudiaba tercero o cuarto año de bachillerato ya me entusiasmaba con extremo júbilo y radical efervescencia y ardor juvenil asistir a las manifestaciones estudiantiles -cuestión también atribuible a la ambiciosa y fuerte solidaridad estudiantil que signaba el constante clima de protesta de la época. Ahí en ese contexto socio-cultural empecé a leer literatura socialista de manera irresponsable y desordenada. Comencé a leer -imagínense- a Lenín y a León Trostky; conjugaba la lectura azarosa del Programa de Gotha con libros de Rosa Luxemburgo, Joseph Dietzgen, Rudolph Bahro. Leía de todo y con singular avidez lo que accidentalmente caía en mis manos. Leí de un solo turbión libros insólitos que hoy muy pocas personas se atreverían leer por tantas razones que no vienen al caso comentar aquí en esta crónica intempestiva. Con apenas 14 años, siendo un inquieto párvulo liceísta me leí El libro Morado y Por un caballo y una mujer del viejo Salom Meza Espinoza, a la sazón detenido en el Cuartel San Carlos, supuestamente, por estar involucrado en el secuestro del industrial norteamericano de la Owen Illinois, William Frank Niehous. Tiempo después supe que el viejo roble socialista fue objeto de una vil canallada urdida por Carlos Andrés Pérez. La historia de esa infamia no la vamos a relatar aquí porque de lo que vamos hablar es de libros y tangencialmente de vidas en la medida que el libro sea el natural resultado de una vida intensamente motivada por el hecho literario. Entonces, leí TO3: Campamento antiguerrillero de Efraín Labana Cordero, a quien conocí años después gracias a la bondad de ese tío autodidacta, corrector de pruebas de toda la vida, hermano de mi padre, José Ramón Cova España, levadura de los tormentosos y turbulentos años sesenta. Una vez en el Gran Café de Sabana Grande me contó Cova España algunas andanzas de la Pandilla L’autremont, los arrebatos surrealistas del Chino Valera Mora. Después de haberme intoxicado con cantidad de manuales de la más ortodoxa tradición marxista, comencé a un proceso heterodoxo de ingestión de libros raros, libertarios y libertinos. Fue el inicio de mi acercamiento a la Escuela de Frankfurt, conocí las tesis individualistas de Herbert Marcuse; me leí de un tirón todo El Hombre Unidimensional, una odisea para ese momento, conocí por referencia a Jean Paul Sartre y cayó en mis manos la Crítica de la Razón Dialéctica. Leí cosas inconexas, sin aparente relación entre sí. Por ejemplo, leí a Ramón Díaz Sánchez y a Galvano Della Volpe, leía a Guillermo Meneses y a Volodia Teltelboin. En fin, me iba leyendo todo un magma caótico y disímil pero ahí se iba fraguando el proceso de adquisición de mi cultura libresca. Así iba «avanzando» en medio de toda esa vertiginosa indisgestión literaturosa y literaturizante. No había tregua, leía los libros y ellos me leían a mí. Toda una cópula inextricable del espíritu consigo mismo. No había mayor felicidad que ese tiempo de leer que me absorbía mañana, tarde y noche. Sentía que fuera de los libros no había mucho asombro. Todo lo extraordinario estaba (hoy lo está aún más) en el ámbito maravilloso de los libros. Desde que descubrí La Galaxia de Gutemberg, el planeta mágico del libro se me reveló como la corriente alterna de la vida. Aún no había leído ni una línea del checo Milan Kundera y ya intuía que la vida estaba en otra parte. ¿Coincidencia recíproca? Unos quince años después me vi envuelto en el vértigo de los griegos; cuando leí a Tucídides y su egipcíaca Guerra del Peloponeso experimenté una conmoción que me duró meses enteros; no salía del deslumbramiento que me causaba descubrir cómo Esparta y Atenas podían estar representadas en Estados Unidos y la extinta URSS durante la escalofriante «Guerra Fría». Después vino Nietszche a encandilarme con su furibundo nihilismo filosófico. Recuerdo vivamente cuando leí El nacimiento de la tragedia; esa lectura me indujo a hurgar en los escondrijos más insólitos de las librerías de la ciudad para proveerme de autores que trataran el tema de la teoría del Eterno Retorno. Así fue que me sumergí en los presocráticos y dí con Heráclito de Efeso. Y hablando de Efeso, perdóneseme la cacofonía, eso de que todo fluye me recuerda el verso de Ramos Sucre que dice: …»y son lobos aullantes, y vuelven con el ritmo de infatigables olas» (Preludio). Creo que Ramos Sucre leyó como Dios manda a Heráclito porque reinventó un recuerdo bifronte que viene de lejos, de la noche del ser. Así como hay escritores ígneos como Gastón Bachelard, he visto y leído escritores acuáticos o fluviales. Por ejemplo, en casi toda la Obra literaria del narrador y ensayista deltano José Balza, que él denomina «ejercicios narrativos», está presente una poética del agua, una evocación sensitiva de la imagen fluvescente de lo efímero y permanente. Desde Marzo Anterior hasta Después Caracas siempre aparece el río como metáfora, figura y simbología sensitiva de su creación estética. Es realmente admirable la fascinación y hondura de su propuesta narrativa. Mucha idea y pensamiento vivo subyace a su discurso novelesco. Pero quien ha ejercido un verdadero hechizo en mi sensibilidad como lector -sí, esa pretensión tengo- ha sido E.M. Cioran. Nadie como él ha sabido instalarse en mi caja craneana y volverme un auténtico vicioso de su temperamento filosófico-literario. Desde que leí el primer libro de Cioran (a mediados de la década de los ochenta del pasado siglo) mi cosmovisión sobre la Historia y el devenir de la humanidad cambió radicalmente. Del delirante y ferviente optimismo saint-simoniano pasé a sentirme adepto de un morigerado descreimiento teórico-político. Está demás decir que mientras más me internaba por la no muy prolífica Obra filosófica de Cioran, más razones iban surgiendo en mí para descreer de la utopía. Por lo demás, ¿Cómo puede ser atractiva una esperanza al revés? ¿Acaso el escepticismo cioraniano puede seducir a espíritus forjados en la tradición intelectual enciclopedista de Occidente? ¿Pueden las banderas de la decadencia y la apología del abismo captar militantes para cumplir con la añeja promesa siempre diferida de emancipar la especie humana? Igual atracción he sentido por la vida y obra del poeta italiano Giacomo Leopardi; tal vez mi incorregible e infatigable incredulidad me haga particularmente susceptible de encontrar vías de escape en el Mal, la lugubrez, la tristeza, el sentimiento trágico de la existencia, lo irremediable, la sensación vital de la inutilidad de toda doctrina, ideología, etc. Quién sabe si todos estos autores desilusionados de los grandes relatos emancipatorios hayan influido en mi incoercible postura antigregaria. Decía Ramos Sucre en su inigualable compendio de aforismos titulado: GRANIZADA: «La democracia es la aristocracia del espíritu» y allí discierno un punto de inevitable coincidencia entre el bardo cumanés y la portentosa lucidez reaccionaria de Josep de Maistre, esa sui géneris inteligencia que combatió «a dentellada limpia» los estragos causados por las nefastas corrientes ideológicas que sedujeron al mundo en torno al mito de un proyecto de sociedad futura arquetípicamente fundada en el espejismo antiquísimo de la igualdad y la justicia. Ya en La República de Platón el filósofo proponía que la sociedad ideal, el modelo más aconsejable de sociedad debía ser gobernado por una casta privilegiada de filósofos que por su relativa ventaja intelectual sobre el resto de la sociedad de trabajadores manuales, le estaba reservado el regir los destinos de su polis. En fin, las siempre inéditas travesías imaginarias que durante toda mi vida me ha deparado la lectura me remiten, las más de las veces, a itinerarios insospechados. Gracias a los libros he podido ir a ignotas regiones de la memoria y recorrer ínsulas baratarias, topos ouranos surgidos de la hirviente capacidad ficcionalizadora de otros lectores convertidos en escritores por fuerza de lo inexorable, por mandato enigmático de una orden metafísicamente superior que nos supera y trasciende en tanto seres efímeros, fugitivos, marcados indeleblemente por la transitoriedad. No obstante, hacia allá vamos cada vez que leemos un libro capaz de mutar nuestra esencia y transformar nuestro sustrato ontológico y modificar, en consecuencia, el sentido que le da sentido a la razón de ser al ser que lee leyéndose.