OPINIÓN

Fernanda Young nunca tuvo pelos en la lengua

por Edmundo Font Edmundo Font

Una multitud espiando/ juzgando/ o no/ gustando o/ no podemos/ o no, queriendo/ o no, gozando/ o no, por nada o no

Fernanda Young, una de las mujeres más valientes y talentosas del Brasil murió intempestivamente, a los 49 años (de un paro cardíaco, como consecuencia de una crisis de asma), hace menos de un mes, y a punto de estrenar una prometedora obra de teatro de su autoría, que ella misma llegó a calificar como una bofetada en la cara de los mojigatos.

La pieza, de nombre Aún nada de nuevo, desafiaba la ola de hipocresía conservadora que con peligrosos ribetes fascistas pugna por instalarse en uno de los pueblos más vitales y bellos del mundo, por su dimensión multirracial, y de extrema sensualidad creativa, expresada también en el arte, en sus tradiciones afrobrasileñas, en la música popular, y en la literatura.

La desaparición de Fernanda Young cimbró a un país necesitado hoy más que nunca de  profundizar en las conquistas de su libertad de expresión, de la tolerancia y de los valores humanísticos e intelectuales que se ven amenazados por un extremismo que pulula en algunos países subdesarrollados y del primer mundo.

El mejor homenaje a quien se distinguió por privilegiar la denuncia del oscurantismo, con su rica vertiente periodística, histriónica y actoral, es quizá transmitir el germen de ese activismo libertario. Me apresté entonces a traducir la última columna publicada de su blog. En ella se condensa la actitud existencial de una mujer dispuesta a desafiar la sinrazón de los prejuicios contra la mujer, la homosexualidad y el racismo, entre otras lacras que comienzan a cultivar algunos líderes políticos impresentables.

Y es curioso percibir cómo, desde el título de la crónica en portugués: “Bando de Cafonas”, apenas traducible como “Montón de vulgares” –u “Horteras”, dirían los españoles–, se transmiten contenidos que en un país como en Brasil fueron lográndose después de su último período oscuro dictatorial, al que tantos involucrados entonces tratan de edulcorar ahora y enmascarar, en actitudes negacionistas que recuerdan las tendencias ultraderechistas y antijudías en Alemania.

Pero dejo a esa Fernanda Young que hará tanta falta, con sus últimas palabras escritas, agregando yo que ningún parecido será ya mera coincidencia:

“La Amazonía en llamas, la censura volviendo, la economía estancada, y uno quiere hablar de qué? De los vulgares. Del imperio de los vulgares que nos domina. No exactamente en las ropas que vestimos o en la música que escuchamos. Uno quiere hablar del mal gusto existencial. De lo que hay de lamentable en la vulgaridad de las palabras, en la falta de elegancia pública, en la ignorancia por la opción, en la mentira como táctica, en el atraso de las ideas. El vulgar habla en voz alta y se enorgullece de su grosería, y de su falta de compostura. Cree que todo lo puede y se lo restriega en la cara a los demás. No hay ética que le valga. Engañar está OK. Agredir está OK.

Gentileza, educación, delicadeza, para un convicto y ruidoso ser de vulgaridad es todo cosa de “maricas”. El vulgar y pusilánime manda cimentar parques y jardines. Quiere a todo el mundo igual, cantando el Himno. Ama las frases de efecto y los chistes sobre gays. Patea a los perros, chicotea a los caballos y mata pájaros. Desprecia las ciencias, porque nadie puede ser más sabio que él. Es rudo al hablar y suelta gases por todos sus orificios. Recurre a la religión para ser hipócrita y a la brutalidad para ser respetado. El vulgar detesta al arte, pues no quiere tener que entender nada. Odia lo diverso, pues no posee una pizca de originalidad en sus venas. Seguro de sí, cree que la psicología no tiene por qué existir, y que pedir disculpas no es necesario. Habla lo que piensa, principalmente cuando no piensa, rompe filas, hace chillar las llantas de los carros y nos sermonea.

A la vulgaridad no se le cae la cara de vergüenza. El vulgar quiere ser autoridad para administrar privilegios. Quiere vencer para ver perder al otro. Quiere ser convidado para escupir en el plato. Quiere adular al poderoso y burlarse del necesitado. Quiere andar armado. Quiere sacar ventaja de todo. Unidos, los vulgares hacen manifestaciones de apoyo y protestas a favor. Atacan como hienas y se esconden como ratas. ¿Existe algo más vulgar que un rico robando? ¿Algo más chic que un pobre honesto? Es sobre esto que uno quisiera hablar, a pesar de todo lo que está sucediendo. Porque solo el Buen Gusto puede salvar a este país”.