Inaugurada entre bombos y platillos, como pan y circo, la nueva edición de la Feria del Libro de Caracas supone un deja vu por la repetición de sus clichés marxistas, pero también constituye una paradoja mayor en un estado fallido, donde no solo se censuran textos y autores, sino estimulan las condiciones para no publicar y leer.
El Ministerio de Cultura apenas consigue editar a escritores inéditos e inofensivos para el poder, a través de su sello estalinista de El Perro y La Rana, alineado con la represión intelectual de Miraflores.
Por regla general, una rosca de vacas sagradas disfrutan de su pacto faustico con el régimen, al imprimir sus panfletos antiyanquis de revolucionarios trasnochados.
Pero así como el evento ofrece escasas novedades, llama la atención por sus sintomáticas omisiones, por sus obvios borrados de la propia memoria del sistema rojo rojito.
A diferencia de antes, la imagen de Hugo Chávez no protagoniza los carteles, las tapas y las miradas del recorrido. No hace mucho era difícil eludir su estampa omnipresente de Big Brother, de mentado padre de la patria, de supuesto inspirador de la cultura endógena.
Hoy la Feria del Libro de Caracas compagina con el proyecto personalista de Nicolás Maduro, de diluir el recuerdo de su mentor, cual Stalin del Caribe, cuya nomenclatura purga y elimina las deudas de su origen.
De tal modo, puede interpretarse y comprenderse cómo opera la autocensura en la actualidad de la distopía criolla. Por un lado, olvídese usted de encontrar los ejemplares de los disidentes nacionales, de los historiadores y poetas de la oposición, como Elías Pino Iturrieta, Yolanda Pantin, Ana Teresa Torres, el profesor Rafael Arraiz Lucca, Elisa Lerner, Leonardo Padrón y Alonso Moleiro, visiblemente vetados de la exposición.
Tampoco verá un stand con nuestros jóvenes, nuestras generaciones de relevo, nuestros representantes de la diáspora: Enza García, José Urriola, Roberto Echeto, Karina Sainz, Jonathan Jackubowickz, Rodrigo Blanco, Gisela Kozak, Diego Arroyo, Ricardo Ramírez Requena, Eduardo Sánchez Rugelles, Eric Colón, Mirco Ferri, Krina Bher, Kira Kariakin, Violeta Rojo, Naky Soto, Fedosi Santaella, Pamela Rhan, Leo Felipe Campos y un larguísimo etcétera.
Me disculpan por desentonar con el versito de Venezuela se arregló, pero un país no se acomoda, no se enmienda de la noche a la mañana, si sigue normalizando el olvido, el sectarismo, el odio velado por quienes cumplen con su papel de llevar la contraria, de cuestionar.
Del mismo modo, me da absolutamente igual con aquellos que juegan a fingir demencia y tirar puntas, asegurando que todo marcha bien y que es estéril quejarse o cubrir Ferias así.
Estoy en Caracas, me quedé para resistir y atestiguar la crónica, el devenir de una Venezuela culturalmente decadente, menguada, anquilosada, condenada a la indigencia por 20 años de ensañamiento contra la libertad de expresión de los exponentes de las bellas letras.
Por el otro, en mi paseo por el infierno retroprogre de Parque los Caobos, dejo constancia de un hecho curioso y sintomático de las luchas internas en el seno del oficialismo: la progresiva exclusión de sus cuadros chavistas, fidelistas y guevaristas.
Si en el pasado las Ferias del Libro parecían un calco de las Ferias tristes de La Habana, con intoxicación de biografías de Castro y el teniente coronel, el presente los esconde de las mesas de exhibición, sublimando y confirmando la división que aqueja a la izquierda nacional, convertida en olla de cangrejos.
Por eso, un Bolívar infantilizado y caricaturizado por el diseño figura como imagen de la feria, volviendo a explotar un arquetipo que busca reforzar una unidad que se atomiza en la realidad de la campaña por las elecciones de 2024, el auténtico horizonte de conquista.
Con su túnel de telas en zigzag de colores chillones, la feria despliega una remodelación de su estética, de su fachada, que no se logra cumplir en los pobres hechos de su gestión 2022: una serie de tarantines con burócratas y esquiroles de mirada extraviada, con jubilados y maestros de ceño fruncido, que verifican precios como en un mercado que les cobra antigüedades por el triple de su pensión.
Es frustrante el ejercicio de aproximarse al Parque Los Caobos, para preguntar y seguir de largo por la falta de cash, por la inflación, por el absurdo de sobrevalorar un mercado de libros usados y viejos, que es de lo que de verdad va la Feria del Libro de Caracas. Lo demás es cuento chino, habladera de paja de profe comunista oxidado, sueño que se derrumba ante la pesadilla del consumo de nada, de hambre.
Da risa que, mientras tanto, los ponentes ignoren la realidad de la crisis, disertando frente a una audiencia de zombies con carnet que pagan el plantón sobre las complejidades del capitalismo americano, sobre la especulación de lo que diría el doctor Maza Zavala de estar vivo.
Ellos tienen la bola de cristal y se acaparan todo, hasta lo que no es de ellos. Sospecho que de estar entre nosotros, Maza Zavala tendría apenas arrestos para afirmar que la patria luce quebrada y mal como el ejemplar del hipódromo, al que dejaron los demás caballos del continente detrás de la ambulancia.
Ni una palabra, ni un libro ni una discusión que nos despierte de la terapia de narcolepsia que practica la programación de la feria. Una vulgar cortina, una tapadera, un pote de humo.
De pronto tomo una foto de un stand vacío de William Lara que a nadie interesa, que se confunde con los diferentes kioscos que se agolpan sin gracia, para aparentar abundancia.
No obstante, el tamaño del simulacro, de la experiencia de parque temático, no sostiene el sentido de la ilusión. El escaparate está desnudo, como Rey que edifica cajitas de cartón llenas de aire, de fechas vencidas, de títulos anacrónicos, de caras de no venta.
Por allá observo que la gente intenta adquirir charlatanería de autoayuda, de pare de sufrir. La gente quiere la fórmula mágica para resolver, para tener éxito.
En efecto, la feria me despide y me va expulsando con dos situaciones. Primero, el curioso achicamiento del stand de Librerías del Sur, otrora grandilocuente y exagerado en su parafernalia.
Hago un primer intento por entrar, pero un funcionario con cara larga me desanima. No entiendo por qué las personas que atienden ahí tienen la mirada tan pesada, tienen una actitud hostil y desconfiada.
Conté unos diez burócratas, con pinta de funcionarios, para atender un negocio que no amerita más que cuatro personas. Por ahí se desangran los presupuestos nacionales, se constata que las ferias botan plata, en beneficio ni siquiera de los empleados de la administración pública. Más bien, en beneficio de los organizadores que disponen de los fondos, para repartirse favores y prebendas.
En segunda instancia, respiro y clavo la vista en suelo, cruzando el umbral, entre una especie de dos escoltas que no entiendo. Tanto alarde para nada, porque me topé con los mismos libros de la Filven pasada, solo que ahora no arman alharaca con el libro que le imprimieron a José Vicente, traduciendo sus programas del domingo.
Pregunto por un librito de bolsillo, me lo verifican en una lista con letricas pequeñas, y me dicen que cuesta cinco dólares. Salgo de inmediato del pabellón y enfilo hacia un Parque Los Caobos cuyos estanques vacíos emulan y evocan la carcasa de la feria.
En el límite de la feria, una mujer que se hace llamar “La Ministra del Baile” cobra un dólar por participar en su sesión de bailoterapia, que luce más animada que toda la feria junta, aunque igual de mecánica, desconcertada y alienada por el ruido blanco.
La provisionalidad es la divisa, la improvisación, la privatización del espacio público de los parques, para que cualquiera se sienta ministro de su parcela en medio de la vía pública.
De pronto es que la baioloterapia es el futuro de la Feria del Libro: moverse a cambio de una transacción ficticia, de un ejercicio ortopédico que en vez de robustecerte, te ciñe a una coreografía estereotipada, pasada de moda y conformista.
¿Algún día nos liberaremos de su cadena de amagos?