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Fedecámaras, la Iglesia y la dictadura en Venezuela

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Más allá de las legítimas reacciones de opinión ante el encuentro entre el régimen marxista y comunal de Venezuela y la reciente Asamblea Anual de Fedecámaras que, a la sazón, ha invitado de manera epistolar al Estado Vaticano, mientras la Conferencia Episcopal pide de los venezolanos refundar la nación, creo muy propicio y saludable lo así ocurrido. Diría que es providencial.

Tras décadas de destrucción, no solo de las libertades fundamentales sino de las posibilidades de bienestar económico y social de los venezolanos, situándonos como país en índices que se sitúan entre los peores del planeta, urge abordar de modo reflexivo –lejos del círculo vicioso electoral que solo asegura canonjías a los menos– la construcción de una narrativa que facilite el reencuentro.

Siempre forjada por élites y luego adherida por las mayorías que la integran a su cultura –no es distinto en otras naciones, la de las viejas democracias y las de los parques jurásicos comunistas del siglo XX y XXI–, en 1811 tuvo su génesis nuestra primera narrativa o relato nacional. Es la fecha casualmente evocada en su significado por los fundadores de Fedecámaras durante el gobierno del presidente Medina Angarita, en 1944. Pedían economía de libre iniciativa, bajo un régimen tutelar de derechos, con autoridades promotoras, desconcentradas, propicias al bien de todos. La misma se perdió tras el tremedal que nos volviera una república militar, con un breve intersticio de república civil de partidos entre 1959 y 1989, cuando la anomia nos traga durante los 30 años siguientes. Casualmente, se cierran con la pandemia universal del COVID, en 2019.

Pues bien, el último y ya pasado liderazgo del empresariado nacional, para sostener su aproximación a los otros factores del país político y aceptar su natural entendimiento con el régimen que destruyera a mansalva nuestra economía, partió de una premisa liberal que, en buena lid, acepta el valor subjetivo de la persona humana, pero sostiene que la actividad productiva ha de sujetarse dogmáticamente a las leyes del mercado. Hace de la economía algo extraño a la razón moral. Mas lo cierto es que, en contrapartida, el sistema de destrucción filo marxista –por arbitrario, espasmódico y heterodoxo– con el que ha entablado su diálogo, se justifica a sí y en lo que ha hecho, justamente, por demonizar esas leyes de mercado y sostener que para salvar al pueblo urge de un control central y férreo sobre la economía, lejos de las manos de quienes solo buscan su ganancia privada.

Lo cierto, a todas estas, es que ambas perspectivas, aceptando que la primera aún logra éxito parcial en el mundo y que la otra desengaña a quienes la han visto como fuente de justicia, se emparentan por su determinismo, son iliberales. Son incapaces de construirse sobre la base de un sistema moral de verdadera libertad, por entenderse que la iniciativa libre no es la de la economía misma sino la del hombre –varón o mujer– y una forma de realización en plenitud de su personalidad.

De modo que, al dejar de servir al hombre y su libertad la economía degenera y degenera allí donde se le purga de toda referencia ética. Lenin decía que en el marxismo no hay principios de ética, solo leyes económicas; tanto como Smith afirmaba la incompatibilidad del mercado con la ética. Al término, una visión se desliza hacia un régimen de explotación y uso de unos frente a otros (hoy le llaman Tecnologías de Eliminación o Capitalismo de Vigilancia), tanto como bajo el comunismo y sus caricaturas corrientes, para evitar lo anterior, a todos les oprime por igual y les empobrece sin discriminación.

Las consecuencias no se hacen esperar. Con sus determinismos, el sistema de control estatista sobre la libertad del hombre en la economía, que tremola la idea de la liberación de los oprimidos y excluidos, peca, admitiendo que lo hace en mayor grado por su radicalismo y fuerza dogmática, como quienes cultivan la sacralidad del mercado.

Aquel, lo recordaba el cardenal Joseph Ratzinger, presupone que las leyes de la historia y su intrínseca dialéctica entre lo bueno y lo malo al término concluyen en una total “posivitidad” y progresismo; mientras este, afirmando su independencia de la ética, es decir, separando la idea humana de la libertad por ver a la libertad como una tácita resultante del mercado, no logra explicar los cinturones de pobreza inenarrable que afectan a porciones de la humanidad; que no viven todas, cabe recordarlo, bajo regímenes comunistas o totalitarios. Tampoco resuelve sus insuficiencias teóricas y prácticas mientras algunos de sus propaladores crean que la experiencia económica de mercado y su expansión puede hacerse transformando a la persona humana en algo superfluo y disponible o a su libertad moral como impertinente. Eso como ocurre actualmente en China y Rusia, asimismo lo predica la economía global a través de la gobernanza digital en franco avance.

No es casual, en suma, que las agendas del Grupo de Puebla y el Foro de Davos hoy contengan las mismas premisas, al cubrirse una y otra bajo el paraguas de las leyes matemáticas de lo digital y de la inteligencia artificial, que solo maneja a datos y usuarios, tanto como piden que nos sometamos a las leyes exactas de la evolución de la naturaleza. Ambas sujetan y postergan al hombre libre y su derecho al error, mientras, para cuidarse de este lo mantienen bajo distanciamiento social e incluso policial.

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