OPINIÓN

Fe y cultura

por Ovidio Pérez Morales Ovidio Pérez Morales

“Una fe que no se convierte en cultura es una fe no acogida en plenitud, no pensada en su totalidad, no vivida con fidelidad”. Así se expresó Juan Pablo II al instituir el 20 de mayo de 1982 el Consejo Pontificio para la Cultura.

El término cultura se entiende aquí, no en un sentido restringido, sectorial, reduciéndolo a un ámbito “elitesco” como sería el literario o artístico. Designa, antes bien, la totalidad del quehacer humano, englobando así lo cotidiano y popular junto a lo que puede considerarse más refinado. Es así como al hablar de la cultura venezolana se entiende un conjunto que tiene que ver con las actividades tanto del Museo de Bellas Artes como también con las del Mercado de Quinta Crepo de Caracas. Es la razón igualmente por la que dicho término se utiliza en singular y en plural para denominar unidades diversas y complejas cuando, por ejemplo, hablamos de la nueva cultura y las culturas regionales.

La fe no es para quedarse en una adhesión individual o colectiva aislada, sino que ha de permear lo personal y social en sus diversas manifestaciones y recoger las variadas expresiones de la existencia personal y comunitaria. De este modo se puede decir que está llamada a cubrir la oración y la política. El hogar y la plaza pública.

La fe es una adhesión espiritual exigida a no agotarse en una vivencia íntima ni en una relación vertical y aislada con Dios, sino que, particularmente la cristiana, integra a la persona en una comunidad creyente y en un tejido relacional humano-divino. Una expresión que se suele oír, en un contexto individualista, es la de que “yo me las entiendo con Dios”. Pues bien, Dios -y esta vez asumido en marco cristiano- es Trinidad, comunión, amor, que ha creado al hombre como ser social y ha querido salvarlo no aisladamente, sino en un conjunto creyente, que es la Iglesia (“pueblo de Dios”), la cual tiene la misión universal de evangelizar. 

Sobre este tema de la fe, con su carácter relacional y su expresión cultural, contamos con un documento nacional circunstanciado y de gran valor como es Evangelización de la cultura en Venezuela. Éste, producido por el Concilio Plenario de este país en 2005 y elaborado con la muy útil metodología del ver-juzgar-actuar, conjuga acertadamente aspectos de investigación, reflexión y operatividad en una dinámica actualizada transformadora. 

La frase de Juan Pablo II citada al inicio de estas líneas constituye un verdadero desafío, de especial resonancia en este tiempo universal de cambio epocal y muy peculiar venezolano. En éste, por la crítica situación nacional de los últimos decenios y también porque en nuestra historia republicana la relación fe-cultura ha sido más bien débil por lo belicoso del acontecer y las ideologías dominantes. En orden a una respuesta positiva la figura del doctor José Gregorio Hernández resulta modélica y estimulante: él constituyó una respuesta existencial a la penuria científica, al filosofismo positivista y a la postración social. 

Con respeto a la vida y el compromiso del creyente cristiano en el contexto cultural el documento arriba citado del Concilio Plenario distingue acertadamente entre inculturación del evangelio y evangelización de la cultura. Éstas son como las dos caras de una misma moneda; la una subraya el aspecto receptivo (asumir, incorporar) y la otra el activo (transformar, aportar) con respecto a la realidad histórica. Pensemos en lo que sucedió en el encuentro original del cristianismo con su entorno judío y el marco helenístico-romano. La historia del cristiano y su Iglesia ha sido un continuo desafío de adaptación y cambio. El inicio de la Carta de san Pablo a los Romanos es muy interpelante al respecto (1, 18-32).  

El creyente está llamado a encarnar su fe en una situación histórica concreta, simultáneamente con su compromiso de transformar la situación con los valores del evangelio. Como dos actuaciones que se han de conjugar en la unidad de un mismo quehacer. El resultado a través del tiempo no ha sido igual; ha dependido de la lucidez y autenticidad del creyente y de la comunidad Iglesia. El ser humano es hacedor -paciente y agente- de historia.