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Fe de vida

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En la morgue generalizada en que se ha convertido Venezuela, en este amplísimo lugar de secuestros personales o colectivos, permanentemente hay que estar mostrando cada uno, a su manera, su fe de vida.

Antes no pasaba de un trámite burocrático, administrativo, especialmente aplicado a los jubilados, ausentes ya de las empresas. Demostración fehaciente y rutinaria para el procesamiento adecuado del pago a quien debería no estar muerto para recibir su establecida remuneración. Ahora, especialmente durante el simulado proceso de confinamiento que nos retiene en casa, la fe de vida se otorga bien sea por teléfono o las redes sociales. La sorprendente pregunta por un perdido que aparece: «¿Estás vivo?», dejó de ser un chiste confianzudo para revertirse en la demostración más palpable de la tragedia ahondada. El hambre, la prisión política o la común, los tumbos de la maldición del desarraigo deambulante por diversas latitudes, el nuevo y fatídico coronavirus exportado por los chinos al mundo, obligan a dar constantes demostraciones de que uno está respirando, de que le late el corazón, de que la desazón, el desasosiego, no ha obligado a algún modo renovado de suicidio lento o instantáneo.

Este artículo surge porque este año he debido, por primera vez, hacer que la universidad donde trabajo reconozca mi vitalidad; porque se angustia uno sufriendo el terror de la permanente persecución política de los otros proyectada en uno; porque diga lo que quiera Michelle Bachelet en la ONU, en nuestro país siguen operando hasta ahora indetenibles los grupos de exterminio político y los de los otros que demuestran la política de propagación diaria de la violencia; porque Luis Almagro exigió, una vez más, una prueba de la existencia física de otro diputado electo para representarnos a todos en la Asamblea Nacional, del conocido Renzo Prieto, igual como en su momento familiares, amigos, el país y el orbe han solicitado frecuentemente fe de vida, periódico en mano (de esos impresos ya inexistentes por la censura) de presos políticos, de diputados. Porque la solicitan los familiares de los presos comunes en las cárceles donde se amotinan o donde los queman o donde, sin que a veces nadie se entere, un tiro o un chuzo dan cuenta de otra vida perdida. También porque familiares y amigos piden cuenta de uno y dan las de ellos en sus residencias, cerca o lejos, dentro o fuera de Venezuela, del modo que pueden.

Los derechos humanos tenemos la obligación indeclinable de hacerlos valer permanentemente desde el minuto mismo siguiente cuando termine esta insolente ola despótica que a algunos les luce interminable. No basta sacarlos del poder arrastrados del modo que sea. Se hace indispensable ofrecer la garantía de que nada, absolutamente nada, será igual. Por eso es impensable que la transición se pueda realizar con los sátrapas, ninguno de ellos, al costado. De no ser así, esta lucha incesante, esta lucha hambrienta y cruenta carecería de sentido. La lucha es por un mejor país, por un país diametralmente distinto a este no país. Si no: ¿Para qué enfrentar con tanto riesgo la desproporción humana de este gigantesco despropósito que de todas las formas pensables e impensables se aferra al poder?

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