Fauda quiere decir “caos” en hebreo y en árabe. Es el nombre de una magnífica serie de Netflix. La mejor manera de pasar este maldito encierro provocado por covid-19, alias “el Mataviejos”, es contemplar una serie de televisión. Lo he hecho en esta interminable cuarentena.
Me gustó mucho. Sabía, de antemano, el trasfondo de los episodios. Ciertos jóvenes judíos, vinculados a una Unidad Encubierta de Élite de las Fuerzas de Defensa Israelí, se enfrentaban en Cisjordania a unos jóvenes palestinos incardinados en Hamás, en Al Fatah, y hasta alguno de ellos le juraba lealtad a ISIS mediante el consabido video.
La unidad existe y es la “Sayeret 217 Duvdevan (cereza en hebreo)”, y está facultada para cometer asesinatos selectivos y otros actos deleznables encaminados a impedir los atentados terroristas y los crímenes de los enemigos de Israel y del pueblo judío.
Era –al menos yo lo creía– la versión del Medio Oriente de los vaqueros contra los indios, del bien contra el mal, de los “buenos” contra los “malos”. Los vaqueros, claro, eran los judíos. Los palestinos, por supuesto, eran los indios. Pero no había nada de eso. No existían los estereotipos.
Todos eran capaces de destrozar al adversario. De interrogarlo con saña. De torturarlo golpe a golpe, hasta matarlo. Los judíos y los palestinos eran seres humanos movidos por el patriotismo, la aventura, el deseo de venganza, el amor, la soledad, la lujuria, el engaño, y el despecho. También, y en una enorme proporción, los movilizaban las ansias de gloria.
Los separaba la cuestión religiosa. Los palestinos se tomaban muy en serio a Alá. Le rezaban y le ofrecían el sacrificio de sus vidas. Las mujeres, entre ellos, tenían una función auxiliar y les debían a sus maridos un respeto imponente. Los judíos, en cambio, apenas mencionaban a Yahvé. Se acercaban a sus actos por un camino secular. Las mujeres desempeñaban los mismos roles de los hombres. Podían ser infieles en la cama sin dejar de ser leales.
¿Es una serie realista? Sí, aunque solo en cierta forma. Hay que prescindir de la incredulidad, como suele hacerse en el teatro, y suponer que el mismo equipo humano de guerra secreta puede operar constantemente sin ser detectado en un pequeño territorio como Ramallah, que es una especie de ciudad del tamaño de un sello de correos.
Pero ese escollo se salva sin dificultades. Realmente, los hechos ocurrieron más o menos así, aunque en diferente secuencia. El actor principal y coguionista de la serie, Lior Raz, que hace el papel de Doron Kabilio, perteneció a una unidad especial israelí que perseguía a los terroristas y realizaba acciones encubiertas en Cisjordania. La materia prima de los guiones es su propia experiencia.
Su novia de entonces, una chiquilla de 19 años llamada Iris Azulai, fue asesinada a puñaladas por un palestino al que arrestaron. Años más tarde lo canjearon por el soldado Gilad Shalit, secuestrado por Hamás, dentro de aquella asombrosa operación en que los israelíes cambiaron más de mil prisioneros, muchos de ellos terroristas, por la libertad de uno de los suyos.
El otro coguionista, Avi Issacharoff es el periodista de Haaretz, y reportero de televisión galardonado con varios premios, un verdadero experto en el conflicto palestino-israelí. Aunque Issacharoff asume el punto de vista israelí, trata de ser objetivo y respetuoso con los palestinos.
Eso no es posible. El punto de vista es esencial y los palestinos casi nunca quedan satisfechos. Para ellos, la venganza es una emoción legítima. Lo que explica que Shirin al-Abed, espléndidamente representada por la actriz franco-árabe Laëticia Eido, una palestina viuda, enamorada de Doron Kabilio, aunque casada por terror con su primo Walid Abed, el jefe local de Hamás, es una traidora sin paliativos. Es un mundillo en blanco y negro, absolutamente irreconciliable con sus adversarios.
Eso es conveniente que se sepa. No hay forma humana que árabes e israelíes lleguen a acuerdos razonables. Mientras los palestinos sueñen con echar a los judíos al mar, eso no es posible.