Sufro vértigos existenciales desde que tengo uso de razón. Mareos filosóficos, por lo común nocturnos. Me recuerdo con nueve añitos, acostado y a punto de conciliar el sueño. Es agosto y a través de la ventana abierta veo las estrellas y los lejanos destellos de la autopista. De repente algo dentro de mí se rompe o se desvela, algo se derrama… Es el vacío, la conciencia casi absoluta de que el vacío nos rodea y de que nos engullirá llegado el momento, momento por lo demás indiferente. Y la certeza es insoportable. Por eso me incorporo incapaz de digerirla y, desesperado, me pongo a buscar a Dios. No lo encuentro entre las estrellas ni en los coches que cruzan la autopista. No está junto a mi hermano Juan, dormido en la cama de al lado. No está ni siquiera en la habitación de mis padres, en el otro extremo del pasillo. Dios no está en ninguna parte, nunca lo estuvo, y doy vueltas por la habitación como un animal enjaulado, sintiéndome un cadáver inminente rodeado de otros tantos cadáveres, un condenado, hasta que recuerdo el consejo de mi madre y me pongo a encadenar avemarías. Al día siguiente, con la llegada de la mañana y extinguidas las fatiguitas existenciales, cantan los pájaros, la luz es hermosa y me siento un poco avergonzado por las angustias de la vigilia.
Siempre admiraré a los ateos por ese motivo. Dan por sentado que Dios no existe, y tan panchos, haciendo sus cosas como si hacer cosas tuviera el más mínimo sentido sin Dios en la ecuación. No lo echan de menos, aunque no sé si puede echarse de menos lo que quizá nunca llegó a conocerse. A mí, en cambio, me hace mucha falta. Por eso, cuando Dios se nubla, pierdo la sensación del espacio y del tiempo; dejo de entender la vida y, sobre todo, dejo de entender la muerte. No me vale lo de Epicuro: «La muerte no es nada para nosotros porque, mientras vivimos, no existe la muerte, y cuando la muerte existe, nosotros ya no somos». Precisamente eso es lo malo, lo que me da pavor: no ser. Recuerdo una ocasión en que mi padre, viéndome en medio de una de mis borrascas, me preguntó si me asustaba el hecho de morir. Asentí con timidez. «Mira, hijo, como médico puedo decirte algo ―y su tono era tranquilizador―: cuando uno agoniza sufre tanto que lo normal es querer morirse». Hasta entonces me había preocupado el resultado, ahora debía preocuparme también el proceso. «¿Estás mejor?», preguntó luego y yo respondí que sí, que por supuesto, que dónde iba a parar, principalmente para evitar una segunda confidencia de la que, según había sido la primera, podría haber tardado meses en recuperarme.
Y como al final son tantos años de jamacucos existenciales, he acabado por desarrollar técnicas destinadas a prevenirlos. Primero, la radio, la hablada: tertulias y programas de ese tipo. Nada de música, que aviva el alma y llena la cabeza de peligrosas ensoñaciones. No. La idea es levantar una empalizada contra la angustia a base de murmullos, algo que distraiga, que tenga el suficiente interés para ocupar la mente, pero no tanto como para impedir conciliar el sueño. Un parloteo, una nana dialéctica, ovejitas de palabras que saltan la valla. Así, descarté pronto los programas deportivos por demasiado estridentes. Me ayudó mucho Milenio 3 en su época, porque si bien lo paranormal tiene sus riesgos, el tono clandestino de Iker Jiménez me dejaba roque antes de que empezara la parte truculenta. Otro tanto le debo, aunque parezca mentira, a los graznidos de Jiménez Losantos: no ha desenmascarado tres comunistas y yo ya estoy durmiendo cual bendito. Ahora bien, en el peor de los casos, cuando me noto próximo a caer y siento el vacío propagándose como una gangrena, solo una cosa me vale: La linterna de la Iglesia, en especial los antiguos programas de José Luis Restán. Es mano de santo oír a sus contertulios, personas de recta doctrina e infalibles en la obediencia papal que reciben cada encíclica como agua de mayo, celebran el Domund, recuerdan las advocaciones marianas y, en definitiva, suenan a los cantos que las niñas entonan con sus guitarras en misa de domingo. «Señor, me has mirado a los ojos…» y a dormir, que mañana será otro día.
Otra prevención consiste en tener cuidado con la cena. Evito a toda costa alimentos que produzcan acidez, a fin de cuentas el estado de ánimo, y en consecuencia los pensamientos, dependen directamente del estómago. Porque Descartes se equivocaba: no es en la glándula pineal, sino en el estómago donde se asienta el alma para regir los movimientos interiores. Somos seres corporales y anímicos, pero por encima de todo somos seres gástricos. Digerir bien inspira cosmovisiones ordenadas y providencialistas en las que casi puede escucharse la música de las esferas. Me viene ahora a la memoria una digestión especialmente lograda hace un par de meses. Entré en un estado de beatitud. A mis ojos el mundo recuperó su condición ptolemaica de centro del universo, los astros se engastaron en la bóveda celeste, los ángeles se asomaban divertidos para curiosear y, en lo alto, Dios omnipotente, con los brazos extendidos y la barba cana, sosteniendo cada uno de los pelos de mi cabeza, manteniendo en el aire a cada uno de los gorriones con sus corazoncitos desbocados a 850 pulsaciones por minuto. Ahora bien, en justa correspondencia, una mala digestión, como la del sábado pasado, inspira pensamientos opuestos.
La culpa fue mía. Debí oponerme cuando uno de los comensales echó mano a la carta: «Y para acabar: solomillo al whisky». Luego pude abstenerme, pero tampoco lo hice porque me había quedado con hambre. Pese a mi larga experiencia de mal digeridor, no intuí lo caro que me iban a salir esos trocitos de cerdo empantanados en aceite, con tanto ajo que Victoria Beckham, dondequiera que estuviese, arrugó la nariz. A las dos de la madrugada me levanté sediento, acordándome de la cerda que parió al cerdo cuya carne, condimentada hasta el encarnizamiento, me hacía pasar las de Caín. En la cocina sorbí un par de sobres de Almax y bebí agua hasta embucharme. De vuelta en la cama sobrevino la crisis. El vacío eclipsó por completo a Dios y las paredes del cuarto se estrechaban, así que no quedó más remedio que levantarse de nuevo. Tras recorrer varias veces el pasillo, entré a hurtadillas en la habitación de los niños con la esperanza de que la contemplación de mis retoños arrojara algo de luz. Esperaba que ellos me explicaran, que me justificaran quizá. No funcionó. De hecho fue contraproducente porque caí en la cuenta de que también ellos giraban en torno al sumidero. Y que ese sea mi destino, todavía; pero que sea el suyo es para salir a la calle y despertar al barrio a fuerza de alaridos. Para no hacerlo volví a la habitación con la idea de recurrir a la radio. Desde que me casé utilizo auriculares, pero la mala pata quiso que al instante se les agotara la batería. Como la situación era desesperada, me disculpé mentalmente, di volumen al altavoz del móvil y me acurruqué en posición fetal. Al poco Matilde rebulló: «¿Qué haces?» Me ha dado una pájara existencial y los auriculares no funcionan. «Vaya…», suspiró compadecida. Y después: «¿Quién habla?» Federico Jiménez Losantos. «Ah… ¿Y por qué está tan enfadado?» Dice que nos comen los comunistas. «¿Y eso te ayuda?» Mucho. Por eso ahora, recuperado y escribiendo frente al ordenador, en lugar de avergonzarme, levanto mi cerveza por Jiménez Losantos y por todos esos comunistas que, haciendo sus cosas de rojos, me lo enervan.
Originalmente publicado en el diario El Debate de España
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional