Los dos documentos están disponibles en la página web de la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP-. Uno, el Auto de Hechos y Conductas, 322 páginas que ofrecen el recorrido legal realizado, que autoriza a acusar a 8 miembros del Secretariado de las FARC por “toma de rehenes y otras privaciones graves de la libertad”. Otro, el anexo de 564 páginas de puro horror, que resume los testimonios de las víctimas. Quiero decir, ahora mismo, por encima de las constantes controversias que han rodeado la actividad de la JEP en Colombia, que el ordenamiento de ambos informes, el rigor de la documentación, la claridad de lo expuesto, hablan de un trabajo ingente, profesional y admirable.
El segundo documento que he mencionado, que sintetiza las declaraciones de las víctimas, debe ser, junto con los informes de la OEA y la ONU sobre las violaciones de los derechos humanos en Venezuela –de los últimos cinco años–, una de las más atroces recopilaciones de la violencia política en América Latina, publicado en las últimas cinco décadas. Son las voces de las víctimas las que han permitido establecer que se trató de una política planificada y deliberada de la FARC y no de hechos aislados que se produjeron “al calor” de la insurrección armada en contra del Estado colombiano: un programa masivo de ataques a la población civil, desarmada e indefensa, que los califica como crímenes de lesa humanidad, delitos que no pueden ser “amnistiables” (según las leyes derivadas del Acuerdo Final de Paz), ni deberían ser olvidados por los demócratas de todo el planeta.
Consignaré aquí algunas de las cifras que reporta la JEP, que dan cuenta de la magnitud de los hechos: hasta ahora, se han identificado 21.396 personas que fueron secuestradas. Una enormidad, que supera los peores cálculos preexistentes. De ellas 21% fueron mujeres. Y 5%, niños y adolescentes. 8,7% de los secuestrados fueron “desaparecidos”. Otro 2,9% fueron asesinados y sus cuerpos entregados a familiares o a otras instancias. El informe analiza numerosos otros factores como la incidencia geográfica –Antioquia lidera el rubro como el departamento más afectado, por encima de Guaviare, Vaupés, Caquetá, Meta, Vichada, Arauca y Casanare–, el uso de secuestros como método para el intercambio de prisioneros, así como la altísima tasa de impunidad de esta gigantesca operación criminal.
Pero todas estas anotaciones que he consignado hasta aquí, apenas sugieren la bestialidad con que las FARC –miembro destacado del Foro Sao Paulo y de la que Chávez dijo en alguna ocasión “tienen un proyecto político, un proyecto bolivariano”– deshumanizaban a sus víctimas. Apenas se producía el secuestro comenzaba el martirio. Vendajes en el rostro, cadenas alrededor del cuello, cuerpos amarrados a los árboles, insultos constantes, despojo de la intimidad, violaciones de mujeres y niñas, torturas, empalamientos, prácticas constantes de abortos, hombres convertidos en esclavos.
No hay atrocidad que no se haya cometido en contra de personas a las que capturaban en cualquier lugar y circunstancia. Y no solo aquellas cuyos familiares se habían negado a pagar las extorsiones. También aquí funcionó la pesca indiscriminada de víctimas, muchas veces simples ciudadanos, dentro o fuera de sus hogares, gente de trabajo o simples estudiantes, con frecuencia pobladores de zonas rurales o pueblos pobres, a los que atrapaban para pedir un rescate de montos exorbitantes, con relación a sus reales capacidades económicas. A muchos de esas personas las asesinaron porque sus familias, totalmente desprovistas en lo económico, no lograron reunir el dinero que se les exigía.
Hay secuestrados a los que se suministró alimentos mezclados con orines. O con vidrio molido. O se les sometía a días y semanas de frío inclemente. O se les negaba el agua. O introducían una pistola en la boca del secuestrado. O los golpeaban para que trabajadores o campesinos confesaran lo que era una falsedad: que pertenecían al ejército o a un cuerpo policial.
Volvamos a una de las 39 masacres documentadas cometidas por las FARC. Se registró el 2 de mayo de 2002. Ha pasado a la historia y al periodismo como la Masacre de Bojayá, en el Departamento de Chocó. Ocurrió en el interior de una iglesia. El Frente 58 de las FARC y el Bloque Élmer Cárdenas de las Autodefensas Unidas de Colombia se disputaban el control de la zona. Desde el 1° de mayo los combates habían arreciado. Los habitantes del pequeño poblado comenzaron a huir de sus casas para refugiarse en edificaciones religiosas como la Casa de las Misioneras Agustinas, la casa parroquial y la Iglesia. Ahí se habían congregado más de 300 personas, numerosos niños entre ellos.
Poco después de las 10:00 de la noche, las muy revolucionarias FARC –que decían luchar por la liberación del pueblo de Colombia–, lanzaron desde un mortero dos tubos de gas cargados de explosivos y metralla, en un momento en el que las personas se distribuían los pocos alimentos con los que contaban. Los bombazos atravesaron el techo y mataron, hasta donde se pudo contabilizar, al menos a 79 personas. Despedazaron los cuerpos. Entre los asesinados había 30 niños y 2 bebés en el vientre de sus madres. La escena, constituida por pedazos de cuerpo esparcidos por toda la iglesia, se recuerda como uno de los momentos más cruentos, uno más en el largo expediente de carnicerías cometidas por este grupo. Pero todavía aquel capítulo no había cerrado. Otras 6 personas que lograron escapar del lugar tras la explosión fueron perseguidas y asesinadas.
Todos estos relatos son una demostración inequívoca de que las FARC, aquellas y las que hoy operan en Venezuela son, estrictamente, una red de bandas de delincuentes. No más que eso: delincuentes de alta peligrosidad, asesinos de abultado expediente, que han encontrado en el régimen de Chávez y Maduro protección y un enorme campo para delinquir impunemente.
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