Quienes me conocen saben que uno de mis afectos más enraizados en el tiempo es el que mantengo por una de las ciudades más hermosas y con pocos paralelos paisajísticos en el orbe: Río de Janeiro, donde viví seis de los años más felices de mi vida. Allí me deparé con una población carioca que ya había dejado intrigado al célebre refugiado político que fue Stefan Sweig, sorprendido por el espíritu vitalista y festivo de su gente, aún cuando ésta provenía de la pobreza extrema, como la que aún prevalece en algunas favelas.
Para ilustrar mejor lo que afirmo habría que rever un clásico. La película de Orfeo Negro de Marcel Camus, basada en la obra de teatro del poeta y diplomático Vinicius de Moraes, Orfeu da Conceição; cuenta con la música de Tom Jobim, y Luis Bonfá, magos del bossa nova, y cuyo género, a partir de allí se diseminaría en el mundo como uno de los movimientos de mayor talento musical del continente. La obra y la película son un trasunto del mito griego de Orfeo. Ganó la Palma de Oro en Cannes, el Oscar, y el Globo de Oro a la mejor película extranjera. Pero su virtud mayor es proyectar de modo dramático y poético ese mundo carnavalesco en el que privan agudas diferencias sociales que parecen no opacar nunca la felicidad popular. Paradoja de crueles realidades del continente, y no solo del Brasil.
Al hablar del pueblo carioca lo hago recordando a personas dulces y de noble carácter –otra cosa representa la penetración del crimen organizado en su tejido social, y la peste que encarnan las criminales “milicias” conformadas por policías y auspiciadas por políticos de ultraderecha–. El carioca ha superado y supera las limitaciones más extremas siempre, pero ahora se enfrenta al reto de la pandemia para continuar gozando de un litoral salpicado por playas que nos dejan sin aliento por su despliegue de belleza, como cuando el paso de una joven prodigiosa inspiró ese himno universal a la sensualidad que es la “Garota de Ipanema”. Pero por lo pronto, ya ha sido cancelada una de las ceremonias más bellas del mundo, el réveillon en Copacabana, que se celebra en homenaje a Iemanjá, la deidad del candomblé. Esa manifestación, también única en el mundo, suele congregar a más de un millón de personas vestidas de blanco en sus arenas cada fin de año.
En el Brasil ya se ha superado la cifra de más de dos millones y cuatrocientos mil casos confirmados con la infección galopante y quienes han perdido la vida por el covid-19 ya superan las 87.000 personas; entretanto, cesan o renuncian dos ministros de salud, dejando acéfala la cartera. Numerosos observadores, de dentro y de fuera, denuncian que estos tiempos pasarán a la historia por un elenco vergonzoso y a contrasentido de cualquier dimensión social humanística: desequilibrios ambientales por hacerse de la vista gorda y alentar el desmatamiento con la quema de territorios considerables; procurar armar a los civiles; incitar a campañas de odio a través de redes sociales contra adversarios, además de instrumentalizar políticas negacionistas, desde lo racial a la salud pública, y ello, entre un largo etcétera de otras aberraciones.
Carlos Drummond de Andrade habría tratado en sus crónicas, tan aguardadas siempre por su oportuna ironía, los efectos de plaga bíblica de la actual pandemia y estaría dando voces de alarma frente a la criminal actitud de los desaprensivos de todo tipo. Muchos de ellos pasarán a ser lamentables y tristes fantasmas dentro de poco tiempo. Son escandalosas las imágenes de cientos de personas provocando posibles contagios en los bares y restaurantes de Ipanema y Leblon, o deambulando sin precaución alguna por las míticas playas, como si el corona virus no les acechara.
La poesía no tiene fecha de caducidad. Con frecuencia es visionaria. Hay poetas de la estatura literaria del Nobel que no le concedieron nunca –a Borges tampoco– como Drummond, quienes han viajado desde una complejidad literaria casi hermética hasta un coloquialismo notable. En unas cuantas líneas los grandes de la poesía son capaces de condensar aciagos tiempos de modo profético. Es el caso de un poema de Drummond que sintetiza ahora la actitud de quienes ejercen su ocio nocturno con criminal irresponsabilidad, y que animado por la lectura reciente que ha hecho Chico Buarque y que podrán escuchar en: https://youtu.be/r_l8OHiPRG8 traduzco aquí:
“Inocentes de Leblon”
Los inocentes de Leblon
no vieron que el navío entró;
¿trajo bailarinas?
¿trajo inmigrantes?
¿trajo un gramo radioactivo?
Los inocentes, definitivamente inocentes, todo lo ignoran,
pero la arena está caliente, y hay un aceite muy suave
con que se untan la espalda, y olvidan.
Carlos Drummond De Andrade
Nota: A propósito de la conducta irracional de miles de personas en diversas capitales del mundo y en Latinoamérica, un especialista apunta que quienes pagarán las consecuencias de la indisciplina son también las personas vulnerables: “…gente joven que se puede enfermar pero que no morirá. El precio de sus apetitos personales lo pagará gente humilde, gente mayor que dio algo a esta patria, y las personas enfermas que ya están sufriendo, y no podrán responder al virus. Querrán ir a un hospital, público o privado, pero no encontrarán espacio. Regresarán a su casa a morir, pero llevando el contagio.