Hasta las elecciones de 1988 los candidatos a la Presidencia de la República presentaban su programa de gobierno. Obvio, salvo los redactores y los jefes de campaña del contrincante los leían. Además de lista de buenos deseos, promesas incumplibles como las 100.000 casas por año y propuestas para alcanzar el desarrollo y la tan ansiada justa distribución de la riqueza, todos se cuidaban de no hablar de costos, de ingresos o de gastos extraordinarios, tampoco de previsiones para tragedias ni las razones para mantener el presupuesto del Ministerio de la Defensa diez veces por encima del Ministerio de Educación y de Sanidad, las otras dos impajaritables responsabilidades del Estado.

Ni en 1993 ni en 1998, los últimos comicios confiables, los candidatos le prestaron atención al programa de gobierno como herramienta electoral. Había en el ambiente una especie de fantasía de que, por fin, el país se dirigía a una etapa superior de su desarrollo político, que estaba cerca de conquistar –nunca construir– la democracia verdadera. Fueron muchos los que se tragaron la rueda de molino de que la defenestración de Carlos Andrés Pérez a seis meses de culminar su periodo era una prueba del grado de institucionalidad alcanzada y no una certera puñalada a la democracia que devolvía al país a los chafarotes del siglo XIX, a las hordas heredadas de Boves y “el Agachado”.

Triunfales, seguros de que “no podrían estar peor de lo que ya estaban”, nadie sacó cuentas ni desconfió. La confianza que por mucho tiempo le habían tenido a la Fuerza Armada, a la Universidad y a la Iglesia, que aparecían en todas las encuestas como las instituciones más respetadas, fue trasladada sin beneficio de inventario al grupete de militares, universitarios y curas que ofrecían hacer realidad una fantasía que estaba en la mente de muchos y que nadie se atrevía a cuestionar: el reparto equitativo de la riqueza, la respuesta humanista al Gran Viraje de Carlos Andrés Pérez, pero lo que realmente presentaban como el horror de los horrores era la crisis bancaria que habían desatado y agravado sus compañeros de viaje, el “chiripero” en el poder, y su negativa a reformar la ley de bancos.

En el “proceso” que comenzó en febrero de 1999 no había letras legibles. Todas eran ilegibles y se mantenían ocultas o se utilizaban eufemismos. En los primeros meses, nadie lo niega, hubo una auténtica democracia de masas, pero como lo dijo el galáctico, era un remolino. Una fuerza que daba vueltas sobre sí misma y que destruía todo hasta desfallecer. Hasta ahí. La mentira quedó descubierta y pronto tuvieron que acudir a voluntades compradas, que también florecieron: había dinero, el petróleo llegaba a 200 dólares el barril y además se adquirió una deuda milmillonaria para mantener a raya la inflación, el valor del dólar frente al bolívar. Nadie sacó cuentas, nadie midió las consecuencias. Se tomó como algo transitorio el control de cambio y no pocos disfrutaron con alborozo de los dólares preferenciales, todos “raspaban cupo”, todos lo consideraban un derecho. “El petróleo es de todos, igual que Pdvsa”.

En la vía al calamitoso desastre del socialismo bolivariano el galáctico y sus adláteres escandalizaban con los latifundios improductivos, los monopolios en la torrefacción de café, la renacionalización de Sidor y de la Cantv, por nombrar dos, pero la rabia estaba dirigida contra los golpistas del 11 de abril, que habían montado en una jaula a Tarek William Saab, le cayeron a coscorronazos a Rodríguez Chacín, el cónsul honorario de las guerrillas de las FARC en Venezuela, y a los muchachos enardecidos que le mentaron la madre al embajador cubano.

En un momentico cerraron cientos de empresas y los desempleados crecieron por miles. Bajó la producción de alimentos y entonces acudieron a la fantasía gerencial de Pdvsa, sin acordarse de que la meritocracia había sido la primera baja en la pírrica victoria de Miraflores sobre la huelga de los trabajadores petroleros. Pudreval dejó a cielo abierto la letra chiquita del voluntarismo y los gestos de buena voluntad: el afán de enriquecerse cuando se está donde hay y se tiene la complicidad del jefe.

La fantasía colectiva no se difuminó con el asalto de la pelona ni el descalabro teatral puesto en escena con la autoría de Villeguitas; todavía había cuerda en la mochila y juraron pero no tantos como aparecieron en los escrutinios: persistía la sinrazón de que el sistema electoral estaba blindado, que era imposible trampearlo, alterar los resultados, algo tan iluso como suponer que Lucena y sus chicas castas y santas no conocían los preservativos de colores con sabor a fruta.

El desplome no fue de un solo golpe, pero a medida que se anunciaban motores y se fundían sin haber pistoneado. El país es una gran utopía socialista hecha realidad. Todas las cuentas por cobrar han salido a flote y todos pasan su factura: el sistema productivo y también el carcelario son un desastre; el ambiente, la educación, la salud y la seguridad personal, al igual que la seguridad del Estado y los órganos de justicia, las instituciones en general, son chatarra, excrementos, basura tóxica. La patria grande, la patria bonita, otra patraña. No hay electricidad ni funcionan los teléfonos; los sueldos no alcanzan y ya quedan pocos médicos. Hasta los maestros se han ido con su hambre a otro lado, queda el polvo cósmico. La nada con bigote. Vendo espuma virtual y sueños idos.

@ramonhernandezg


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