Cuando alguien comienza un discurso, para tratar de convencer a la audiencia de una supuesta verdad, después de un tiempo de oír palabras que se pierden en el abismo de la incoherencia, podemos concluir, luego de soportar una avalancha de expresiones sin sentido, que nos han robado nuestro tiempo para escuchar lo que dijo que no quiso decir, para luego no decir nada, es una sensación de frustración que nos embarga en todo nuestro ser. Esa realidad mágico-estúpida la hemos vivido todos los venezolanos, desde la llegada al poder de Hugo Rafael, ya que las voces de los golpistas fueron vocablos que solo escuchaban sus propios ecos, incapaces de escuchar otros términos.
Hay que destacar, naturalmente, todos aquellos que supuestamente se precian en divulgar que son defensores del pueblo, paladines de los desamparados, garantes de la igualdad y la equidad, es decir, los campeones del proceso bolivariano, ahora bajo la batuta de Nicolás, se esmeran en articular palabras, que a veces suenan como que dijo lo que dijo, porque lo que dijo dejó de ser lo que dijo, pero lo dijo, para luego afirmar que no quiere decir eso, sino otra cosa. Y estos son los que dirigen el destino del país.
Siguiendo en el análisis del discurso revolucionario, estos vengadores escarlatas no pueden negar que sus palabras representan su accionar, además, de dibujar de forma exacta su alma y sentimientos que expresan por todo aquello que huela a democracia, libertad, tolerancia y libre pensamiento.
Por lo tanto, han hecho de la retórica de la violencia, el diseño del hombre nuevo que tanto pregonaba el arañero de Sabaneta, logrando después de horas y horas de cadenas interminables de radio y televisión, aunado con un esfuerzo de convertir a toda la sociedad en cómplice de sus arbitrariedades, el adoctrinamiento necesario para cambiar la idiosincrasia del venezolano. Ya no somos solidarios, ya no somos tolerantes, lo que nos mueve es el sálvese quien pueda.
Por su parte, es público, notorio y comunicacional, que han hecho del lenguaje de los signos de la intolerancia, el método para el dominio de una sociedad huérfana de dirección política y perdida en la pobreza y la miseria, no solo material sino espiritual, en el cual el miedo, el temor y el terror de la arremetida de un Estado fallido han conseguido doblegar el espíritu libertario que caracterizaba a los hijos de Bolívar.
Para entender un poco este enredo ideológico debemos retroceder a aquel lejano 1998, cuando ese fatídico diciembre se eligió a Hugo Rafael. En ese momento, los venezolanos deseaban un cambio, claro, para mejorar, no para esta vaina. Para ello, nos olvidamos de que todo golpista es un delincuente, ya que el 4 de febrero de 1992, el golpe de Estado no logró sus objetivos y los rebeldes se rindieron, pero dejando una estela de muchos muertos, heridos y con la sensación que comenzaríamos un camino sin retorno. Ya lo demás, es harto conocido.
Ahora, Venezuela es el modelo perfecto de cómo no debe gobernarse a una sociedad, con unos ciudadanos convertidos en pelotones de indigentes y brigadas de desempleados, que deambulan por nuestras calles, rodilla en tierra pidiendo limosnas o un mendrugo de pan. A pesar que se sigue abusando de la ilusión y la esperanza, avivada con la facilidad de palabra y el sistema nacional de medios públicos, pero no pueden ocultar la cruda realidad de una nación en ruinas, porque en el imaginario de los revolucionarios, es la construcción socialista de un país que tenga como norte la penuria y la indigencia, porque si antes no teníamos nada, ahora lo hemos perdido todo.
A pesar de haber contado con un gran apoyo popular en sus inicios, la revolución bolivariana ha asumido, con el pasar de los años, la política de la mentira y el engaño. Al mismo tiempo, utilizando su lógica subversiva de culpar a otros de su ineficiencia.
Aquellos que osaron levantar la voz en contra del proceso, propios y extraños, para denunciar desmanes, actos de corrupción y abusos de poder, fueron uno a uno descalificados y discriminados, porque no se permite pensar distinto, ya que va en contra de los ideales chavistas.
Su misión fue siempre ocultar su modelo socialista, porque le interesaba generar pobreza, pérdida de la justicia y la libertad, aunado a una economía insostenible, con un Estado a la deriva política y socialmente.
Con el tiempo, se ha podido comprobar que estos izquierdosos trasnochados, no se detienen ante el descontento, la inconformidad o la protesta popular. Su fin es dominar a toda costa, sin importar si hay que patear las leyes y hacer caso omiso a las denuncias.
Su accionar corrobora lo que la historia nos ha enseñado. Toda revolución se fundamenta en la violencia, su sobrevivencia depende de la capacidad de reprimir. Para reforzar su populismo, compran conciencias y engordan sus listas de clientes políticos. El marxista es un sonámbulo que valora el pasado, porque no sabe construir el futuro.
En pocas palabras, no pueden evitar la solidez de la verdad, que es capaz de vencer el fraude totalitario, porque la fuerza bruta no es la mejor manera de exponer argumentos, solo con el pensamiento libre se pueden buscar soluciones a los problemas.
Ellos son los padres de esta crisis, no el imperialismo o la guerra económica o el bloqueo. Engendraron, parieron y criaron este monstruo, que ahora es un adulto de 21 años de edad.
Sin embargo, estos revolucionarios, aún osan llamarse progresistas, pero los auténticos progresistas mejoran la humanidad, no la humillan para su lucro personal. Estas dos décadas, Venezuela aún no ha podido salir de las penumbras, más bien han asfixiado la iniciativa privada, incentivaron la informalidad y el desempleo, convirtiendo al resto de la sociedad en sobrevivientes de un desastre que no hemos producido.
Con la caída de los precios del petróleo y las sanciones, falta dinero para cubrir el gasto corriente, pero seguirán sobrando ladrones que continuarán robando la realidad, para que solo veamos sus falsedades y así, justificar su perpetuidad en el gobierno, sin tener la capacidad de formular, decidir, ejecutar, evaluar y rectificar las políticas públicas que han llevado a la nación a las puertas del aislamiento internacional. En pocas palabras, lo bueno lo han destruido y lo malo lo han deteriorado aún más.
Con el transcurso del tiempo, no hemos sido capaces de consolidar el imperio de la ley, la autonomía de los poderes y el respeto a la autodeterminación. Venezuela ha fracasado en defender la justicia social, luchar contra la corrupción y la pobreza. Hemos llegado al punto de satanizar la democracia, donde ahora la alternabilidad es un pecado, porque aquellos que no están con el proceso, son fascistas, golpistas y apátridas.
Sin embargo, hemos sido exitosos en engendrar líderes populistas, que se han esmerado en polarizar al país, generando un debate insulso entre derecha e izquierda, adaptando la historia a su conveniencia, porque lo que les importa es acceder al poder y consolidar el culto a la personalidad.
El populismo se ha dedicado desde hace años, en desmantelar las instituciones, en re-escribir la constitución nacional, para acomodarla a las necesidades de estos caudillos, que lo que buscan es perpetuarse como única alternativa de gobernabilidad.
Estos populistas no llegaron como paracaidistas o por casualidades extraordinarias, fue debido al pobre desempeño del sistema democrático venezolano, nacido en 1958, ocasionando que la sociedad entrara en crisis por la mala conducción de la patria, que reventó en 1998, donde la desesperación en la búsqueda de una salida, se optó por la alternativa más demagógica.
El venezolano necesitaba respuestas a sus demandas y estos embusteros vendían mentiras como verdades, apelando a las pasiones, ideales e ilusiones de una comunidad ávida de un cambio. Los revolucionarios se esmeraron en prometer lo imposible, aprovechando la miseria, jugando con las necesidades, para así imponer un régimen que se creen y se sienten imprescindibles.
Por haber alcanzado por vía democrática el acceso al poder, han justificado su permanencia a través de todos los desmanes posibles, dinamitando la autonomía de las instituciones, el derecho a la protesta, así como la libertad de expresión, todo con el fin de controlar.
Estos bolivarianos aman tanto a los pobres, que los han multiplicado, redoblando las penurias para garantizar el clientelismo político. Su fin ha sido anular la dignidad humana, haciéndoles sentir que son incapaces de superarse, donde la figura del comandante supremo es necesaria para poder sobrevivir. En pocas palabras, el populismo es una postergación de la indigencia, de la ignorancia, sometiendo a una nación entera bajo la ilusión de que están mal porque otros están bien, se apela a las falacias para descalificar la razón y la verdad.
¿Cómo cambiar? Fortaleciendo la república, mejorando la educación, garantizando la libertad, consolidando la seguridad jurídica, el Estado de Derecho y rescatando la esencia del ciudadano para que sepa debatir ideas, con argumentos, racionalidad y lógica, podemos superar la necesidad de estos falsos mesías.