La Asamblea de la SIP, en Salta, adoptó el pasado año una declaración complementaria de su Declaración de Chapultepec, fijando los Principios de la Libertad de Expresión en la Era Digital. Allí leo lo siguiente: “El ecosistema digital ha generado nuevos espacios que empoderan a los usuarios para crear, difundir y compartir información. Todo ello contribuye a alcanzar las aspiraciones de la Declaración Universal de los Derechos Humanos para que la libertad de expresión se ejerza sin limitación de fronteras y exenta de amenazas y violencia”.
Dicho documento, a renglón seguido, advierte: “La diseminación maliciosa o deliberada de desinformación por parte de actores estatales o privados puede afectar la confianza pública. La desinformación no se debe combatir con mecanismos de censura ni sanciones penales, sino con la adopción de políticas de alfabetización noticiosa y digital. Los intermediarios tecnológicos deben adoptar medidas de autorregulación para prevenir la diseminación deliberada de desinformación”.
Durante la reciente asamblea del órgano del periodismo hemisférico, en Coral Gables, junto con los ex presidentes Laura Chinchilla, de Costa Rica, y Jamil Mahuad Witt, de Ecuador, debatimos sobre la incidencia de las redes sociales en la experiencia de la democracia. A finales del mes, en el IV Diálogo Presidencial de IDEA, habremos de responder a una pregunta tautológica: Fake news, ¿atentan contra la democracia?
La Carta Democrática Interamericana prescribe la transparencia, es decir, la realidad públicamente ventilada sobre las cuestiones que interesan a todos y forman a la cosa pública, como uno de sus estándares. La mentira, de suyo conspira contra toda elección informada y competitiva.
El nazismo y el fascismo, durante la Segunda Gran Guerra, se afirman sobre el régimen de la mentira. Un prestigioso profesor italiano, Piero Calamandrei, lo describe como “corrupción y degeneración en los regímenes políticos”. La mentira es el instrumento normal y fisiológico del gobierno, al punto de que la legalidad se simula y ocurre su adulteración, “el engaño legalmente organizado de la legalidad”.
El asunto es más acuciante ahora, a la luz de dos neologismos que se abren espacio generoso sobre las autopistas digitales: la posdemocracia y la posverdad.
Sobre la primera tengo presente lo que señala en 2000 la literatura británica y, antes, en 1995, le plantea Norberto Ceresole al ex golpista y gobernante venezolano fallecido Hugo Chávez Frías. En mi libro sobre la Calidad de la democracia (MDC, 2018), prologado por la presidente Chinchilla, refiero que la posdemocracia es “un antimodelo o modelo de corte neofascista que diluye el entramado institucional y lo pone al servicio de hombres o líderes providenciales, quienes establecen una relación directa y paternal con el pueblo auxiliados por el mismo tejido mediático de la globalización”.
Ahora sabemos, hasta la saciedad, que los gobernantes del siglo XXI, como lo fuera hasta hace poco Silvio Berlusconi, en Italia, gobiernan más como periodistas, una vez que logran reducir o someter a los medios de comunicación social para imponer sus “verdades”, lejos de todo debate o escrutinio colectivo.
Sobre la posverdad, como concepto que se cruza y retroalimenta con el anterior, ocurre algo más insidioso. Plantea lo que con pertinencia destaca Henrique Salas Römer en El futuro tiene su historia (2019), a saber, la guerra entre narrativas.
No se trata, en efecto, de la confrontación sana de opiniones sobre la realidad o su encuadre conceptual antes de trasladarla a conocimiento del público o en cuanto a las formas distintas de presentarla, como es propio de la prensa libre. Se trata, antes bien, de la narrativa que falsifica la realidad con fines aviesos o de competencia por el poder, apelando a los símbolos o sensaciones mineralizadas en la gente; y que al multiplicársela a través de las redes deriva en dogma de fe, asumido no por pocos sino por centenares de miles de internautas feligreses. En otras palabras, la mentira muta o muda en “verdad” o realidad virtual desde que recibe su santificación por la ciudadanía digital. Y quien así lo logra obtiene la victoria, incluso fugaz.
Vayamos al ejemplo.
En las Américas hay coincidencia en que el régimen de Venezuela medra bajo secuestro de estructuras criminales coludidas con el narcotráfico y el terrorismo, a la manera de un holding, gestionado desde Cuba, que organiza sus negocios tras los bastidores de la política y para influir en toda la región devastando a sus democracias. Mientras tanto, los países europeos, con sus excepciones, insisten en que allí ocurre otra cosa, una controversia entre políticos por deficiencias democráticas que han de resolverse electoralmente, con asistencia internacional.
¿Dónde se encuentra, entonces, el umbral que separa lo veraz de lo mendaz, el cinismo de la vergüenza?
La noticia engañosa siempre ha existido, como la apelación a las emociones antes de que la objetividad, nutrientes de los populismos de toda laya. Mas hoy estamos en presencia de un “círculo vicioso de desinformación”, obra de un periodismo silvestre, sin editores. Quienes reciben la información, la producen y circulan expandiendo, es verdad, la participación democrática, desafiando al poder arbitrario. Otros, a través de bots, promueven con mayor éxito fake news, y destruyen la confianza, el tejido social, las alternativas políticas.
¿Será posible afirmar el derecho a la verdad, por encima del manido derecho a la diferencia?
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