En los primeros tiempos del mundo las cosas eran más simples. Resulta curioso cómo, a lo largo de la historia, el concepto de «robo» ha evolucionado. Lo que en épocas antiguas era una labor ruda, clandestina y hasta con tintes románticos, hoy se ha refinado hasta convertirse en una práctica institucionalizada. Y, por supuesto, el avance tecnológico ha tenido su papel.
Un viejo cuento de bandidos y tesoros encantados circulaba por las tierras del Medio Oriente. Ya no es necesario buscar una cueva oculta en las montañas ni pronunciar la palabra mágica “Ábrete, Sésamo” para acceder a preseas y alhajas. Los cleptómanos modernos no portan espadas ni cabalgan camellos; prefieren trajes elegantes, lujosas oficinas y cuentas offshore evasivas. Basta con una contraseña y conexión a Internet.
La icónica leyenda de Alí Babá y los 40 ladrones está cargada de metáforas que lo adelantaron siglos a su tiempo. Un hombre común, elevado a héroe por un golpe de suerte y una serie de eventos fortuitos, descubre el secreto de una gruta repleta de riquezas, custodiada por voraces bandidos que acumulaban patrimonios inmerecidos. Alí Babá no robó esta fortuna, simplemente la «descubrió», un detalle técnico interesante. Los personajes sin nombre ni rostro trabajaron arduamente para acumular aquel botín. Hicieron el «trabajo sucio». Alí Babá, en cambio, fue el beneficiario de la negligencia de estos delincuentes. ¿Su crimen? Tener la astucia de robar lo robado.
Aquí comienza la ironía de nuestra época. ¿Cuántos “Alí Babás” encontramos hoy en el panorama económico y político? Aquellos que, sin haber cometido hurto directo, se las ingenian para beneficiarse del trabajo -aunque ilegal- de otros. La diferencia es que Alí Babá fue prudente; los actuales protagonistas prefieren llamar la atención, se esconden a plena vista y cuentan con la protección de sistemas legales que les permiten acceder al peculio ajeno sin ensuciarse.
La moralidad de Alí Babá, tan intachable como pueda parecer, también ofrece un espejo irónico. Después de todo, no era ilustre por elección. Su descubrimiento del escondite de los truhanes no fue producto de la justicia, sino del azar. Su única virtud radicaba en saber callar y aprovechar el conocimiento adquirido en la oscuridad. El “Ábrete, Sésamo” que desvela la cripta repleta de caudales es, en realidad, una metáfora de los secretos que muchos prefieren ignorar. En lugar de denunciar la corrupción, eligió guardar silencio y aprovechar el patrimonio robado para sí mismo. ¿No es esta la misma ética que impregna el tejido de muchas sociedades actuales?
Los cuarenta ladrones representan algo más que criminales comunes. En la era moderna, encarnan entidades que manejan el destino de las masas; aquellos que rescatan a poderosos mientras oprimen y despojan a los pequeños; los que se apropian de datos prometiendo bienestar; gobiernos que se enorgullecen de sus democracias y excluyen a millones. Como los bandidos de antaño acumulan riquezas bajo la promesa de que todo está bien, siempre y cuando el pueblo sojuzgado no mire de cerca.
La caverna de los tesoros es un símbolo más relevante que nunca. No es una gruta en una serranía remota, sino el espacio virtual donde se ocultan los capitales: nube digital que guarda secretos bien protegidos por muros legales y tecnocráticos. Al igual que Alí Babá, muchos en nuestra sociedad encuentran por casualidad la «contraseña» del sistema -ya sea un vacío legal, una oportunidad de negocio o un conocimiento exclusivo- y, en lugar de compartirla, la aprovechan en silencio.
Aquí es donde el relato adquiere su tono más sarcástico: Alí Babá, el supuesto abnegado de causas nobles, no es tan diferente de los pillos que roba. La línea entre el bien y el mal se desdibuja, y el sistema que parecía dividir a héroes y villanos se revela más complejo de lo que aparentaba. ¿Acaso no somos todos, en algún nivel, un poco Alí Babá, buscando aprovechar la «cueva» cuando la oportunidad se presenta?
Al final, la historia enseña que los 40 bribones son multiplicidad. No son solo quienes acumulan capitales a costa de otros, sino también aquellos que miran hacia otro lado, justifican sus acciones con tecnicismos, se benefician del procedimiento y método sin cuestionarlo. Alí Babá, con su astucia y silencio cómplice, no se convierte en ídolo porque los vence. Es, más bien, un reflejo de la ambigüedad moral y ética de nuestra época.
La verdadera lección no es la victoria de Alí Babá sobre los 40 ladrones, sino la comprensión de que la línea entre célebre y pícaro es mucho más delgada de lo que nos gustaría admitir.
@ArmandoMartini