Acerca de las víctimas de la instrumentación de la miseria ajena.
He visto dos documentales de Netflix: Cuiden a Maya y El rey de los clones: La caída del Dr. Hwang Woo-suk, ambos adscritos al subgénero del true crimen por diferentes medios.
Una tendencia que la misma plataforma ha empezado a criticar en sus propias series, tal como en Loch Henry, uno de los mejores episodios de la controversial nueva temporada de Black Mirror, que ha dividido la opinión por la pérdida de su esencia original, bajo la influencia del servicio de streaming.
Hacerse más globales y virales, tener mayor presupuesto y audiencia, supone pagar un alto precio.
Así es como la serie de Charlie Brooker abraza el mainstream, diluyendo su fuerza de otrora en la época dorada de Reino Unido.
De cualquier modo, Loch Henry vuelve a aquellos predios tenebrosos de la televisión británica, para ofrecer el desmontaje de los últimos reportajes sensacionalistas y amarillistas, en modo Alerta, cuyas víctimas devienen en victimarios y viceversa, producto de las demandas morbosas del medio.
Los personajes del capítulo son un par de documentalistas, por cierto, con los cuales puedo identificarme en su inocente búsqueda de la información, al costo de caer en una trampa de explotación, al servicio de intereses oscuros.
Parece un resumen de un viaje del antihéroe que conocemos los que creamos material con la realidad, siendo coaccionados por el entorno de los protagonistas y los financistas, al extremo de perder el control de la narrativa.
Me ha ocurrido en más de una ocasión, de modo que he aprendido a golpes la lección, queriendo ahora contar las historias que me provocan, sin interferencias de sponsors e instituciones.
De tal modo, trabajo con un pequeño grupo de aliados, que confían en mi idea, que me acompañan en el trayecto y que me apoyan incondicionalmente, sin pedir nada a cambio.
Por el contrario, observo que los cineastas de Loch Henry terminan atrapados en la web de los clásicos e inescrupulosos dueños del canal, que imponen una línea tóxica, en pos de subir el rating, afectando las vidas de sus talentos, delante y detrás de las cámaras.
Netflix se muerde un poco la cola, se regula a sí misma, ventilando sus trapitos al sol, sacando sus esqueletos del clóset.
Por un lado, es digno de mención que permita la autocrítica en Loch Henry, dentro de su propio algoritmo. Algo que no es común en la esfera de los medios de comunicación.
Por el otro, resulta un saludo a la bandera, una gota que cae al mar, una tormenta de verano, cuando contrastamos con El rey de los clones y Cuiden a Maya, dos de los peorcillos largometrajes que ofrece la parrilla documental de Netflix, que también baja su nivel, por las obligaciones de saciar su hambre voraz por llenar su programación con más cantidad que calidad.
El rey de los clones apenas rasga la superficie del problema planteado, sirviendo de irónico lucimiento del gurú coreano en la disciplina, el tristemente célebre padre de la oveja Dolly, de otros inventos y mutaciones menos felices, como de bestiario fantástico de Borges, recreando la monstruosidad animista de La Isla del Doctor Moreau.
Le falta contexto, densidad, confrontación y una imagen que no sea tan plana, al borde de la publicidad de tu médico bonachón de confianza.
El mérito radica en conseguir la exclusiva de la entrevista, en un entorno de confianza, que permita la exposición del megalómano, logrando que sus palabras lo incriminen y lo juzguen.
Lo que ocurre es que notamos la ausencia de un director como Errol Morris, que siente al demonio en la silla caliente, para desnudar su estructura de excesos y dilemas.
El doctor que juega con la vida y la muerte queda excomulgado por culpa de una cámara y una realización complacientes, lo cual recuerda a muchos documentales de propaganda que circulan en las redes, que se pretenden cuestionadores, pero que acaban funcionando como campañas de relaciones públicas de estrellas quemadas, desesperadas por una segunda oportunidad.
Un vampirismo mutuo que afecta, por igual, al acabado apresurado de Cuiden a Maya, un caso aún peor de inmoralidad estética, porque desea proteger a una familia y a un red de niños explotados, revictimizando a sus padres e hijos frente al lente de los chacales de Netflix, tipo paparazis de mala conciencia en un capítulo de lobos hambrientos de “Black Mirror”.
Lo aterrador y lo que no amerita discusión, es el valor urgente de denunciar un caso de violación de derechos públicos, a cargo de hospitales y burócratas de la psiquiatría, que endurecidos por sus cuotas de poder y por sus complejos de policía, disparan primero y averiguan después contra el menor asomo de sospecha.
Una corrupción institucional que la plataforma lleva tiempo exponiendo, sin mayores consecuencias, como los videos de los “matraqueros” criollos que alimentan la red Black Mirror del fiscal general, que cree que trabaja para generar escándalos por Twitter. Y tampoco pasa nada, al final del día.
¿Qué fue del show de las bragas anaranjadas? ¿Era una cortina, una pantalla, para purgar e intimidar a la sociedad civil, a la sociedad de cómplices?
En Netflix abundan los documentales de personas que llaman al 911, solicitando ayuda. Luego los incriminan por delitos que no cometieron y los meten en el hoyo por dos años.
De manera que el mensaje es claro: la gente prefiere abstenerse, antes que denunciar o pedir orientación, no vaya ser que los hagan pagar justos por pecadores.
De Cuiden a Maya se rescata la intención de cumplir con las premisas del oficio.
Sin embargo, no es adecuado cebarse en el dolor de los protagonistas y menos cosificar la tortura de la niña, de la menor de edad, cual episodio de Estocolmo de la fallida Idol de HBO.
Una de las series que representa la confusión ética que domina a la pantalla chica en la actualidad.
¿Ya no hay lugar para la empatía?
¿Es puro teatro de la crueldad lo que está de moda?