Esta expresión tan bella, “expertos en humanidad”, es propia de Juan Pablo II (1985). Con ella instaba a las Conferencias Episcopales de Europa a conocer a fondo el corazón del hombre. Esto supone siempre un acercamiento a sus alegrías y sufrimientos, a sus angustias e incertidumbres, para poder así dar razón de una esperanza que sostenga con fuerza en el caminar de la vida. Sobre todo en esos momentos difíciles en los que podemos no saber cómo abordar lo que sucede.
Iniciamos un año incierto, en medio de muchas dudas sobre nuestro futuro rumbo. Es lógico que sintamos que estamos lejos de la modernización que han logrado otros países, pero ser testigos de tantas iniciativas y capacidad de lucha en muchos venezolanos, debería llevarnos a pensar que nuestras circunstancias nos brindan la oportunidad de ser expertos en humanidad. Hay cosas que no se aprenden en los libros, sino en la vida misma: esa otra escuela que, a la larga, da otro tipo de título. En tiempos como estos, en los que se nos puede imponer que el país es un tremendo fracaso, nos haría mucho bien reflexionar sobre qué fortalezas concretas tenemos, qué otras podemos adquirir y en qué podríamos hacernos “expertos” precisamente en virtud de las circunstancias que vivimos.
La experticia de la que hablo tiene que ver con el hecho de ser “más humanos”: más conocedores del corazón del hombre (empezando por el nuestro). En el país hay experiencia de mucha violencia, pero también la hay de solidaridad. Hay muchos “pequeños redentores” (Ignacio Larrañaga) asociándose por amor a iniciativas que buscan ayudar a los que más lo necesitan. Sabemos bien que llevando comida a quienes no pueden adquirirla; un poco de compañía a quien está solo o una rudimentaria atención médica a quien está enfermo no “resolvemos” propiamente nuestros grandes problemas, pero pienso, sin embargo, que es así como se abre el camino de la esperanza. Es nuestra vía para advertir que somos interdependientes.
El realista, dice Gabriel Marcel, está abierto a lo que las circunstancias le ofrecen. Por enfrentar la realidad cruda y desnuda de artificios, se adiestra a estar disponible y dispuesto a dejarse tocar por los acontecimientos, por las personas, por toda llamada concreta que hace la vida. Solo se “espera” lo que no se posee; por eso la esperanza tiene que ver muy directamente con la apertura a lo real: no a lo que yo tengo en mente a priori, pues “lo mejor” que cabe esperar es un don que se otorga a quien se abre desde la nada (desde la desposesión). De aquí que la esperanza, la verdadera (la que no radica en esperar bienes efímeros), exige intimar con lo real patente: con lo que de verdad es y con lo que de verdad somos.
Esto real, en el país, son todas las carencias con que nos enfrentamos día a día; todas esas limitaciones que no podemos ocultar. Es lo que no se elige, sino lo que sencillamente es. En medio de nuestras caóticas circunstancias nos cruzamos día a día con personas, pues eso es lo que hay en una sociedad. Es lo que ante todo se pone de relieve en una desestructurada, como la nuestra, muy parecida a una de posguerra. Por eso pienso que nuestra más profunda oportunidad es la de ser más interiores y espirituales: personas con un hondo sentido de la vida; de lo esencial; de lo que sustenta todo lo efímero.
En el mundo espiritual, las cosas mínimas coinciden con las máximas (Nicolás de Cusa); por eso, ante la destrucción que evidenciamos sí cabe esperar un futuro distinto, una especie de exaltación, pero solo desde la reconstrucción de nuestras intimidades: núcleo en el que anidan “todas las potencialidades” (Ignacio Larrañaga); esas de las que nacerá el país que anhelamos. Si a este hundimiento llegamos por ser una sociedad débil y tal vez superficial, de esto podremos salir más fuertes y profundos, si nos atrevemos a ser realistas.
La experiencia de solidaridad nace de una connaturalidad con las circunstancias del otro, pues cuando se sufre y se ama, se entiende el dolor quien es como yo. Situaciones como la nuestra nos invitan a trascender, a abrirnos al prójimo, y solo en la apertura nace la esperanza, pues esta dice relación a lo que no se tiene y se recibe, por tanto, como un regalo. Podría decirse, de alguna manera, que la esperanza viene de afuera; no nos la auto-concedemos: brota en nosotros como una convergencia de la apertura y el don. El hambre de trascendencia, de un amor más alto, es una exigencia real de nuestra intimidad, pero sin apertura a lo real, no hay gracia: porque esta se regala a quien sabe que no la tiene.
Por eso, si queremos un mejor país, debemos empezar por trascendernos a nosotros mismos, pues del ostracismo solo deriva la desesperación, la frustración existencial y la tristeza. La conexión con el prójimo, con ese que sufre lo mismo que yo, moviliza a actuar porque nos implica con la realidad y de este contacto nace la esperanza: la confianza en que los cambios son posibles. Nuestro desastre oculta, en lo más íntimo, grandes potencialidades.
Veo este tiempo como una oportunidad para ser más realistas, porque como dice Marcel, «el pensamiento está ordenado al ser como el ojo a la luz» (Ser y tener) y en nuestro entorno, lo que es brilla: es inocultable. El desierto, esta especie de tierra talada en que vivimos, es una llamada a descubrir el “yo” más íntimo; ese algo divino en el rostro del otro y tras ellos, ese amor más grande que nos sostiene. Así, aunque necesitamos de medios materiales, nuestra situación actual nos ofrece la oportunidad de experimentar (desde las carencias) que el verdadero sufrimiento, como decía Viktor Frankl, es el de una vida sin sentido; el de una vida que no logra orientarse bien por desconocer cómo lograrlo. Los bienes materiales son medios y consecuencias: nunca fines en sí mismos.
La experiencia de la propia limitación (física y psicológica) hace bien al alma, porque en momentos así, de impotencia, sentimos también, paradójicamente, un hambre de infinitud que no sabemos discernir de dónde nace. Es un buen tiempo para descubrir que no es humillante pedir ayuda al cielo, pues en la debilidad se manifiesta la fuerza de Dios; experiencia necesaria para que nuestra política se torne en “existencial”: en una actividad mucho más profunda y de envergadura; capaz de ofrecer a los venezolanos un futuro con contenidos hondos: que den ganas de vivir y trabajar, por nosotros y la próximas generaciones.
En su libro Homo viator, Marcel cita a Gustavo Thibon, quien alude a la necesidad de crecer hacia dentro, en vida interior, para encontrar el verdadero significado de nuestros esfuerzos diarios: “te sientes constreñido. Sueñas evasión. Pero defiéndete de los espejismos. Para evadirte no corras, no huyas. Más bien excava este lugar estrecho que se te ha dado: allí encontrarás a Dios y todo. Dios no flota sobre tu horizonte, duerme en tu espesor. La vanidad corre, el amor excava. Si huyes fuera de ti mismo, tu prisión correrá contigo y se estrechará con el viento de tu carrera: si te adentras en ti mismo, ella se ensanchará en paraíso”.
En breve, lo que no se posee se nos entrega como un regalo después de invitarnos a la personal donación. De esta apertura a la realidad nace la esperanza.