La sensación de que poseemos una voluntad propia es bastante robusta e inequívoca cuando se le deja sin examinar. Sentimos que decidimos cómo alimentarnos, por cuál político votar, cuál género musical escucharemos y, en general, que tenemos un cierto grado de control sobre la vida que llevamos.
Este sentido de volición nos permite orientarnos y es un elemento vital de los procesos mentales que determinan nuestro día a día.
A esta potestad percibida se le llama libre albedrío. Es, comprensiblemente, uno de los puntos más discutidos en la historia de la filosofía. Durante milenios el ser humano ha querido descifrar el grado de su propia libertad, ardua tarea para nuestro cerebro de mamífero. Esta discusión se ha extendido hasta la actualidad y ninguna disciplina científica ha podido dar una respuesta convincente. Y aunque la neurociencia ha hecho avances prometedores, el tema sigue causando polémica.
Resulta controversial hablar de una libertad total en la toma de decisiones cuando observamos hasta qué punto hemos sido definidos por factores externos. El proceso de socialización, principalmente durante la infancia y adolescencia, nos brindó ciertos valores, principios y hábitos sin que fuésemos del todo conscientes de ello. A esto se le suma la determinación individual de nuestro código genético y las modificaciones que nuestro entorno provocó en este. El resultado es una estructura neurológica particular sobre la cual no tuvimos ninguna influencia, pero que define cada instante de nuestra percepción. Quedamos atados a esta predisposición y a partir de ella interactuamos con la realidad.
Pero digamos que hablar de libre albedrío no es hablar de una libertad total, en la que definimos cada aspecto de nuestra composición, sino del poder de voluntad en el momento presente. Ya en los ochenta el psicólogo Benjamin Libet demostró por medio de electroencefalografías que los procesos inconscientes que llevan a la decisión consciente de realizar un movimiento pueden ser observados a nivel cerebral aproximadamente medio segundo antes de que el individuo perciba la decisión de moverse. Por supuesto, los participantes aseguraban tener total autoría y control sobre lo sucedido. Diversos experimentos con equipos más sofisticados han comprobado dichos resultados desde entonces.
Esto indica que la percepción de la intención y la intención como tal son dos fenómenos diferentes. Es aquí en donde suele hablarse del libre albedrío como una ilusión: la sensación de nuestra propia voluntad no pareciera ser más que una aparición en la conciencia, producto de procesos neuronales que se salen de nuestro control. Sin duda sentimos que tomamos una decisión; sin embargo, la decisión se tomó sin un vestigio de propia potestad.
Ahora, sería apresurado descartar al libre albedrío únicamente con base en estas pruebas, pues hacen referencia a acciones muy básicas, movimientos musculares que únicamente exigen una contracción celular. El asunto se vuelve interesante cuando la complejidad de las circunstancias aumenta. El ser humano puede, por ejemplo, rechazar cosas de evidente valor biológico con base en ideales abstractos y hasta ficticios. Puede dislocarse temporalmente y privarse de ciertos alimentos o comportamientos tentadores pensando en un beneficio futuro. Tenemos la habilidad de interactuar con nuestro entorno basados en la reflexión y el análisis, sin estar atados únicamente a la impulsividad de nuestros cuerpos. Además de poder sumergirnos en el pensamiento y calcular el beneficio de ciertas acciones, tenemos la posibilidad de observar el contenido de nuestra mente. A este conjunto de habilidades se le suele llamar «razonamiento».
Desde este punto de vista, dicha condición nos permitiría salirnos del determinismo que define al mundo exterior y asomaría la posibilidad de una cierta libertad. Para ello el individuo tendría que aplicar la razón de manera activa, conocer las causas de sus acciones y las ideas detrás de sus motivaciones. En este escenario el libre albedrío no sería un elemento omnipresente en la condición humana, sino una habilidad desarrollada, la integración del razonamiento a la propia conducta.
Un ejemplo cotidiano: recibimos un estímulo que provoca una emoción. Una emoción es, en resumidas cuentas, una concatenación de acciones corporales acompañadas de ciertos modos de cognición y pensamiento. Digamos que algún elemento en nuestro entorno nos causa miedo o ansiedad. La amígdala informa al hipotálamo y al tallo cerebral de una posible amenaza, consecuentemente aumentan los latidos del corazón, la presión arterial y el patrón respiratorio. Paralelamente, hormonas como la adrenalina y el cortisol son secretadas hasta llegar a la sangre, cambiando nuestro perfil metabólico.
Todo este proceso modifica radicalmente la manera en la que nos sentimos y percibimos la realidad. Si nos comportásemos de manera reactiva, sería imposible hablar de libre albedrío, estaríamos atados a la agresividad de nuestra condición física actual y cualquier acción posterior sería un producto del guion evolutivo pautado por el miedo. Sin embargo, al poder utilizar al razonamiento como una herramienta de discernimiento y observación, podemos desprendernos de ese código biológico. Entonces es posible reconocer los mencionados patrones corporales como simples apariciones en la conciencia e ignorarlos si así nos conviene. Este principio es aplicable a todo el rango de las emociones y demás sensaciones e impulsos.
¿Podemos hablar de libre albedrío en este momento únicamente porque la razón tomó el control? Pareciera que es entonces cuando más nos acercamos a este concepto tan inasible, aunque dicha libertad nunca deja de ser limitada, parcial. Aún asumiendo que nuestra habilidad cognitiva facilita un distanciamiento del determinismo físico, no deja de ser cierto que las imágenes mentales en las que basamos nuestras decisiones más racionales llegan a nosotros desde la insondable distancia del inconsciente. Estas imágenes residen en lo que el neurocientífico Antonio Damasio llama «zonas de convergencia y divergencia», un espacio disposicional cerebral en el que arbitrariamente se graban algunas de nuestras experiencias pasadas con el objetivo de crear una autobiografía. Esta es en todo momento la materia prima que la razón utiliza en la toma de decisiones, con lo cual nuestro discernimiento queda claramente limitado por el capital de la memoria.
Difícil dar una respuesta clara a una pregunta milenaria. Únicamente me atrevería a decir que al no poder influenciar las determinaciones de la socialización, la genética y el mundo material en general, queda solo la propia conciencia como último bastión para defender nuestra capacidad volitiva. Pero esa trinchera es frágil también, dado que independizarnos de nuestras predisposiciones neurológicas es imposible y es aparentemente ahí, en esa maleza neuronal, que pareciera estar el titiritero.