Los europeos estamos atrapados entre Vladímir Putin en el este y la perspectiva del regreso de Donald Trump en el oeste. ¿Somos conscientes del doble riesgo que corremos? No hablamos mucho de ello, como si todo tuviera que seguir como antes: todo, es decir, los beneficios económicos de la Unión Europea, por un lado, y la seguridad militar garantizada por la OTAN, por el otro lado. Ambas cosas, la Unión Europea y la OTAN, están íntimamente ligadas: gracias a la OTAN, los europeos pueden permitirse moderar su gasto militar, seguros de que Estados Unidos intervendrá en caso necesario. ¿No fue siempre así durante la Guerra Fría?, ¿no es lo que necesariamente volverá a ocurrir frente a los nuevos peligros, el islamismo y Rusia?
¿Pero es seguro? Tenemos una gran capacidad para cegarnos. Hasta la agresión de Putin contra Ucrania, nadie imaginaba una amenaza tan inmediata, a pesar de las advertencias de los países bálticos y de Polonia. Pensábamos que eran unos histéricos, cuando en realidad estaban mejor informados que nosotros debido a su larga historia. Y estamos empezando a darnos cuenta de que Estados Unidos realmente podría abandonar la OTAN y dejar a los europeos a su suerte; con el regreso previsible de Donald Trump, este abandono no es seguro, pero hay que tenerlo en cuenta seriamente. Es cierto que los europeos se han planteado a menudo organizar su defensa de manera autónoma, sin Estados Unidos. Los distintos tratados que han dado forma a la Unión Europea –Maastricht (1992), Niza (2001) y Lisboa (2007)– mencionan la posibilidad de una defensa común. Pero era una hipótesis, un tema de conversación entre diplomáticos, con la certeza de que los estadounidenses, tarde o temprano, responderían a nuestra llamada.
Es hora de pasar a una fase más avanzada de reflexión y admitir que, en ausencia de Estados Unidos, ¿quién podría asumir en la Unión Europea un liderazgo militar indiscutible?
Nuestras industrias no están en condiciones de competir con Rusia, China, Corea del Norte e Irán juntos. Los europeos distan mucho de estar unidos en cuanto a la estrategia a adoptar frente a las amenazas exteriores, lo que no augura nada bueno para una defensa concertada. A esta confusión debemos añadir el hecho de que varios partidos políticos y grupos de presión, tanto de extrema derecha como de extrema izquierda, son tan complacientes con la dictadura rusa como con las exigencias islamistas. El caso de la izquierda española a este respecto es ejemplar y temible por su constante ambigüedad: ¿recuerdan que en 1986 el Gobierno socialista celebró un referéndum inútil para preguntar a los españoles si querían entrar en la OTAN, de la que ya eran miembros desde 1982? Hipocresía de una izquierda que nunca se ha recuperado de su hostilidad hacia Estados Unidos, lo que el filósofo francés Jean François Revel llamaba una «obsesión antiestadounidense», más fácil de manifestar porque el riesgo de oponerse a Estados Unidos siempre ha sido nulo. Hubo que esperar a la determinación de un jefe de Gobierno lúcido como José María Aznar para que España se incorporara finalmente a la estructura militar de la OTAN en 1999.
Imaginemos lo peor, nunca seguro, pero siempre posible: el avance de Rusia hacia el oeste y la retirada clara o inconfesada de Estados Unidos, indiferente al destino de Europa. ¿Sería capaz la Unión Europea de armar una defensa creíble con una estrategia unificada y una identificación clara del enemigo? Probablemente, cada país de Europa pensaría primero en su propio destino, capitularía ante los rusos o se apresuraría a forjar alianzas bilaterales con Estados Unidos. En este «sálvese quien pueda», la Unión Europea no escaparía a la balcanización militar, que conduciría inevitablemente a la fragmentación económica. Sería el fin del proyecto europeo, que hasta la fecha ha sido el mayor éxito de la diplomacia occidental y de la economía liberal desde 1945.
Se habla poco de este éxito y de los riesgos que lo amenazan. Las próximas elecciones europeas serían una buena ocasión para alabar a Europa y plantar cara a los peligros. Pero la clase política europea, en general, no brilla ni por su coraje ni por su visión de futuro. Para un partido político en busca de popularidad inmediata, es más cómodo ‘luchar contra la crisis climática’, lo que no compromete a nada, que denunciar el putinismo y el trumpismo, esas dos fabulaciones que, en el fondo, se parecen. El mundo intelectual en Europa, reconozcámoslo, tampoco pasa por su mejor momento. Más o menos nos hemos librado de los marxistas, pero si uno quiere abrirse camino en las redes sociales, es mejor defender buenas causas como el feminismo y la ecología que denunciar a déspotas. También es más cómodo indignarse por la guerra de Gaza (pero, desde luego, no por la de Birmania, Sudán o el Congo) que preocuparse por la amenaza islamista, todavía activa y propensa a desestabilizar el mundo árabe-musulmán y el nuestro.
Este es el balance, pero no es una solución. A cada cual lo suyo: al columnista que se refugia en las páginas de este periódico le corresponde señalar los hechos alto y claro, e incluso denunciar a los cobardes a riesgo de ser considerado impertinente. En cuanto a las mujeres y hombres de Estado, ¿dónde están y adónde han ido? ¿Adónde ha ido España? ¿No podría desempeñar un papel en el nuevo orden mundial, por ejemplo, a través de sus relaciones con el mundo árabe, o uniendo al continente latinoamericano a la causa de la democracia liberal y la seguridad colectiva? Desgraciadamente, en lo que respecta a estas cuestiones, el «pedrosanchismo», ya que debemos llamarlo por su nombre, guarda silencio en España y es invisible en la escena internacional; un abandono en plena campaña. Un «pedrosanchismo» mudo en un continente sonámbulo al borde del abismo.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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