En su esclarecedor y más reciente artículo, titulado “En un naufragio no hay ideología que valga”, el padre Luis Ugalde culmina afirmando, con sobrada razón, que “hay ideologías fracasadas y muertas que sólo necesitan ser enterradas”. En total acuerdo con Ugalde, sólo basta agregar que, ante la incapacidad y desinterés de muchos gobernantes por adelantar tan ineludible tarea, ese entierro pasa por una variable imprescindible que tiene que ver con el necesario cambio de actitud por parte de quienes se identifican como seguidores de la supuesta ideología que vociferan quienes detentan el poder.
Los sistemas políticos se definen y clasifican en la actualidad no sólo por su origen sino fundamentalmente por una dimensión clave para diferenciar democracias de regímenes tiránicos que se denomina legitimidad de desempeño.
De acuerdo con la Carta Interamericana Democrática, legitimidad de desempeño se refiere al cumplimiento por parte de los gobiernos de los elementos esenciales contenidos en los artículos 3 y 4 de dicha Carta, que reza: “Son elementos esenciales de la democracia, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.
De esta manera, el mundo moderno reconoce y establece taxativamente el respeto estricto a los derechos humanos como el primer criterio para evaluar como legítimo o no cualquier gobierno o práctica política. No son las etiquetas prefabricadas que cualquier régimen se adjudique a sí mismo, y mucho menos su ubicación en un continuo de ubicación ideológica. No. El criterio definitorio principal para ser considerado legítimo es el tratamiento concreto a personas concretas. Lo humano es el criterio.
La Constitución venezolana se inscribe en esta visión moderna, y es por ello que establece desde su Preámbulo no sólo el respeto y defensa del derecho a la vida como objetivo superior, sino que además desarrolla un amplio articulado en materia de derechos humanos, uno de los cuales, el artículo 46, obliga a que «ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o tratos crueles, inhumanos o degradantes». En este sentido, la tortura y la violación de los derechos de las personas no es sólo una trasgresión y un desacato a lo que ordena la Constitución nacional, sino que es además –y esto es lo importante-en un factor de deslegitimación política.
El pasado mes de abril, en un informe de 22 páginas, el fiscal de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, formalizó una acusación contra el gobierno venezolano presidido por Nicolás Maduro por perseguir, torturar, violar y encarcelar a civiles. La investigación sobre la que se basa el informe determinó que las víctimas fueron sometidas a palizas, asfixia, ahogamientos y descargas eléctricas, en tanto otras sufrieron diferentes formas de violencia sexual incluida la violación.
El informe del fiscal de la Corte Penal Internacional mantiene que estos casos no son episodios aislados o al azar, sino que por el contrario responden a una deliberada y sistemática política de estado aprobada por el gobierno y llevada a cabo principalmente por miembros de fuerzas de seguridad del Estado.
Con la apertura formal de esta investigación, Venezuela entra en el vergonzoso grupo de países en los que se registran violaciones sistemáticas a los derechos humanos de sus poblaciones.
En cualquier gobierno pueden existir delincuentes entre las filas de la burocracia represiva o de los organismos de seguridad. El problema grave es cuando la tortura y la violación a los derechos humanos se convierten en una práctica de Estado. Ello no sólo descalifica moralmente al régimen y a sus funcionarios, sino que constituye un peligroso pero inequívoco factor de deslegitimación política. Un gobierno que recurre de manera sistemática y permanente a la tortura y a los delitos contra los derechos humanos automáticamente deja de ser legítimo.
Las personas inteligentes observan conductas, no etiquetas. Una de las diferencias entre personas de mentalidad política primitiva y otras de razonamiento moderno, es que las primeras se quedan discutiendo sobre los formulismos tipológicos o la autodefinición ideológica de sus gobernantes, mientras las segundas observan su desempeño concreto. Estas últimas se fijan y deciden en función de las acciones del gobierno de turno, mientras las primeras no pueden superar la adicción infantil por los discursos y la palabrería oficialista. Por ello, si un gobierno tortura como política de Estado, no importan ni sus autoetiquetas ideológicas ni sus justificaciones basadas en clichés verbales: ya perdió el sustento moral sobre el cual descansa su legitimidad.
Más allá de las diferencias de credo político, lo que nos une como raza humana es la primacía de la persona y el sagrado respeto por sus derechos, no importa de quien se trate. Ese es el criterio que en lo individual diferencia a una persona de un animal, y el que en lo político define si un régimen es o no moralmente justificable, sin importar la supuesta ideología con la que quiera disfrazar sus acciones.
@angeloropeza182
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