Los días que vivimos en esta Venezuela convulsionada nos obligan a evaluar el comportamiento de los diversos actores políticos y sociales, en el desarrollo de la agenda para superar la tragedia, o para definitivamente consumar una sociedad petrificada en una vida primitiva, precaria y triste.
De ahí que resulta conveniente examinarnos a partir de los valores aplicados al comportamiento cotidiano.
La ética, como bien sabemos, proporciona un marco de normas para ordenar la vida humana, fundamentalmente en la dimensión individual, de modo que defina los parámetros de su actuar en la vida social.
La ética, por supuesto, es una fuente para el derecho positivo, que nos exige un comportamiento apegado a sus reglas, que no solo deben anunciarse, promoverse, sino fundamentalmente vivirse.
Cuando el comportamiento de la persona está basado en un apego a las normas de la moral, cuando se vive según lo que se predica, estamos frente a una persona auténtica. Bien lo dice el aforismo: Las palabras convencen, el ejemplo arrasa.
Si alguna circunstancia se ha revelado en estos tiempos, como disolvente en la sociedad venezolana, es el de la doble moral en la vida pública. Es el vaciamiento de la palabra. La destrucción de su significado, la simulación de las posturas. Es otra forma de romper significado y valor del discurso y el quehacer político.
Esta degradación moral siempre logra confundir a segmentos importantes de la población. Básicamente a los desprevenidos, desinformados o carentes de herramientas culturales para detectar de forma rápida y directa el engaño de los actores viciados por la inmoralidad.
En su libro La ética de la autenticidad el filósofo canadiense y cristiano Charles Taylor (Editorial Paidós. Barcelona. 1991) asegura que la exigencia moral es fundamental para la vida del hombre individualmente considerado, pues ella impacta su vida social.
Lo expresa en los siguientes términos: “Lo que deberíamos estar haciendo es luchar por el significado de la autenticidad (…) tratar de persuadir a las gentes de que la autorrealización, lejos de excluir relaciones incondicionales y exigencias morales más allá del yo, requiere verdaderamente de estas de alguna forma”.
Es menester, entonces, a la luz de estas consideraciones escrutar el comportamiento de la clase política en todas las circunstancias, etapas y movimientos de la vida social.
La ausencia de valores, pero, sobre todo, la falta de practicar lo que se predica, la deliberada inobservancia de las reglas morales, a pesar de conocerlas y hasta anunciarlas, constituye un mal que impacta todo el quehacer humano. Ahí está la causa de buena parte de nuestra tragedia como sociedad, más allá del caos y de la devastación económica que sufrimos.
Esta realidad nos invita a revisar nuestro desempeño. El problema no solo está en el gobierno, sino también en en el resto del cuerpo social.
Que los agentes de la dictadura vacíen de contenido las palabras definidoras del bien y el deber ser no es de extrañarnos. Se trata de un grupo humano amoral. Una camarilla caracterizada por el odio, la mentira, el irrespeto a la vida y a la dignidad de la persona.
Cuando hablan de paz, todos sabemos que están escondiendo su violencia. Cuando hablan de democracia, sabemos que están utilizando ese concepto para profundizar la autocracia. Cuando hablan de lucha contra la corrupción están lanzando una coartada para esconder sus tropelías o perseguir a un adversario. Usan la palabra para engañar.
Más grave aún es la conducta de los personajes, que habiendo sido de un signo político distinto al militarismo y al marxismo gobernante, ofrecen una imagen borrosa en su accionar y en su pensamiento político.
A quienes han recibido confianza en su vida política, a quienes han sido referentes de instituciones democráticas de la nación, les es más obligante una conducta clara y auténtica.
Resulta enojoso observar personalidades acreditadas en el mundo académico que se prestan para darle algún tipo de justificación al comportamiento autoritario. Frente a ello, debemos recordar la afirmación del Libertador: «El talento sin probidad es un azote».
Personalidades predicando la unidad de la sociedad, y a la vez promoviendo la división de forma soterrada constituyen un despropósito que debemos condenar. Expresar desacuerdos tibios frente a una dictadura criminal, hasta el punto de no percibir con claridad si se está con el gobierno o con la oposición constituye una conducta censurable.
Presentar dogmáticamente líneas políticas que se estrellan con la realidad para promover un cambio, que en su interior saben perfectamente no será posible, es una traición. Es el llamado al cambio gatopardiano, presentan una opción para que todo continúe igual.
Por otra parte, está la legión de oportunistas que están a la caza de una representación, cargo o nominación para practicar los mismos vicios que estamos combatiendo. El tema de la corrupción en el manejo de recursos de la ayuda humanitaria, conocido como el Cucutazo, muestra ese riesgo que tiene la sociedad.
De ahí la necesidad de examinar la conducta pública y privada de quienes concurrimos a la vida política. Examinar su discurso, su actuación concreta, su vida. Así podrá cada uno tener claro el perfil, el liderazgo y la política a la que podemos y debemos ofrecer nuestra confianza, y a la que no.
No se trata de convertirnos en una especie de jueces o detectives, pero tampoco en consumidores ingenuos de discursos vacíos o de propaganda engañosa. Se trata de detenernos a evaluar con mayor prudencia y exigir una trayectoria positiva para otorgar la confianza.
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