No tiendo a creer en teorías de la conspiración, pero después de lo que ha sucedido con ciertas afirmaciones premonitorias sobre la covid, y el previo registro de las patentes de sus futuras vacunas, he llegado a pensar que no tendría nada de raro que existieran estas maquinaciones en un mundo dominado no ya por gobiernos nacionales sino por compañías transnacionales y corporaciones mundiales, y que muchos de sus representantes, y políticos afines, se estuvieran aprovechando de los objetivos que estableció la asamblea de las Naciones Unidas el 15 de septiembre de 2015 (la llamada Agenda 2030), para hacer negocios y duplicar sus ganancias.
Producto de esta creciente suspicacia he llegado a preguntarme a qué obedece ese afán de situar ahora en la palestra pública el tema de la pedofilia. Es evidente que estamos asistiendo a un paulatino desmantelamiento de los valores de la cultura judeo-cristiana sobre la que descansa Occidente. Por un lado, las migraciones procedentes de países africanos han hecho que la población de algunos miembros de la Unión Europea, como Francia, sea ya mayormente musulmana; por otro, uno siente que el cristianismo está siendo hostigado continuamente, se suscitan incendios en sus iglesias, se apresa a sacerdotes católicos, se hacen burlas de los íconos propios de esta religión y hasta se prohíbe expresamente su Semana Santa (como ha sucedido recientemente en Nicaragua). Por si esto fuera poco, la llamada cultura Woke, la ideología de género, y prácticas otrora perseguidas, como la pederastia o pedofilia, parecen estar tratándose de normalizar a través de las iniciativas de ciertos políticos de izquierda y de destacados medios de comunicación social.
Al respecto, habría que decir que el cristianismo representó toda una revolución cultural cuando irrumpió con fuerza en la historia de la humanidad. No sólo implantó en Occidente la idea de igualdad entre los hombres, el rechazo a la violencia, la tolerancia y la ciudadanía universal, como acertadamente lo ha señalado la filósofa española Adela Cortina, sino que introdujo una moral y una ética civilizatoria en el mundo, una partición en la línea del tiempo que dejó atrás a la ahora llamada antigüedad (cuyo mayor epítome es la caída de Roma), guiando nuestros pasos de alguna manera hasta el día de hoy.
Como sabemos, para los antiguos griegos, quienes apreciaban a la mujer sólo por su capacidad reproductiva (llegaron a compararla incluso con un cuenco donde el hombre depositaba su simiente), la relación sexual entre un adolescente, o erómeno (amado), y un hombre adulto, o erastés (amante), era una práctica muy apreciada entre las clases altas. Otro tanto llegó a suceder en la antigua Roma. Se dice que los romanos se iniciaban en el sexo fundamentalmente con jóvenes de ambos sexos, y que los patricios y ricos solían tener esclavos de corta edad sólo para fines estrictamente sexuales. Y, si vamos más allá, el libro sagrado de los judíos, el Talmud, también parece aprobar las relaciones de este tipo, y lo mismo sucede con el islam, aunque ésta es una religión menos antigua. Se comenta, por ejemplo, que Aisha, una de las tres esposas de Mahoma (570-632), contaba con apenas 6 años cuando fue desposada por el profeta.
¿Pero es suficiente ese resquebrajamiento cultural para explicar el porqué ha surgido en este momento el tema de la pedofilia? ¿No habrá influido también la dejación de funciones de la Iglesia Católica y sus pocos castigados y escandalosos casos de corrupción sexual? ¿O tendrá esto que ver con la producción del llamado y tristemente famoso adrenocromo, el supuesto elíxir rejuvenecedor extraído de la sangre de los púberes?
Sea lo que sea, de una cosa podemos estar seguros: nuestras costumbres -ya que la moral (de la raíz latina moris) y la ética (del griego ethos) vendrían a significar esto mismo-, no serán iguales a partir de ahora; pues al menos la pedofilia se nos está tratando de vender como el derecho que tienen nuestros niños a una vida sexual plena. Y mucho me temo que los que eso propugnan lo están logrando.
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