El debate existente en el país respecto de la celebración de elecciones regionales y locales en el presente año, la proximidad de la fecha hábil, establecida en la Constitución, para ejercer el derecho a solicitar un referéndum revocatorio ha venido generando un interesante debate sobre la pertinencia o no de concurrir a las elecciones, o de ejercer o no, el derecho a activar el referéndum.
El debate ha girado en torno a la legalidad del órgano convocante, luego de que la Asamblea fraudulenta designara a los rectores del CNE, y en consecuencia sobre la legitimidad y legalidad del proceso en ciernes. El mismo tema ha surgido sobre nuestra tesis de preparar lo necesario para sacar a Maduro del poder, utilizando la herramienta política que significa el referéndum revocatorio. En trabajos anteriores me he referido en extenso a la falsedad, desde la perspectiva del derecho y de la ciencia política, de la supuesta legitimación de Maduro con la sola tramitación del mismo.
Otros actores políticos o personalidades de la vida nacional han asomado la fragilidad ética de la vía electoral y de la opción refrendaría en una dictadura, así como la existencia de una contradicción o falta de coherencia a la hora de acudir a ambos eventos.
Esta materia merece una reflexión más detenida. Sin pretender agotar la materia en este escrito, si me parece importante señalar que ante esa posibilidad lo que está planteado es una materia de orden estratégico y táctico, más no un problema de orden moral.
De entrada, entonces, hay que tener claro que las estrategias, y mucho más las tácticas, en la diversas actividades humanas, y fundamentalmente en la política, no son lineales o estáticas. Las mismas cambian según las circunstancias sociales, culturales, económicas e históricas. Sostener, en nombre de la coherencia, que no es factible cambiarlas, es no comprender la naturaleza misma de la política.
El tema de la coherencia, exigida a los actores políticos respecto de la participación electoral en uno u otro proceso, significa no entender el alcance mismo de la estrategia y la táctica.
Puede ocurrir que frente a un determinado evento, por razones fácticas, legales o politológicas se considere imposible o inconveniente participar. Y en un momento diferente surjan elementos que lo hagan aconsejable. Son las circunstancias de una sociedad las que determinan la ruta a seguir. Tal conducta no puede ser objeto de censura moral, pero sí de evaluación respecto de su eficacia y/o conveniencia.
Los valores superiores de la filosofía y las reglas orientadoras de la ética son, sin lugar a dudas, mucho más estables, casi que en muchos casos dogmáticos. Esto porque entendemos “la ética como un conjunto de normas reguladoras de la conducta” (Ángel Rodríguez Bachiller en el Prólogo a la Ética de Spinoza, 1996).
Ese no es el caso de la estrategia, ni mucho menos de la táctica política. Lo cual no quiere decir que tanto la política, como su estrategia y táctica, no deban estar sometidas u orientadas por la ética. Ella nos fija los preceptos para nuestro comportamiento personal, la filosofía nos enseña los valores superiores para la vida social. Tales premisas son mucho más obligantes para quienes estamos formados en la escuela del humanismo cristiano.
Aristóteles colocó en un mismo plano la ética y la política, en su Moral a Nicómaco o Ética Nicomaquea, cuando expresó: “La filosofía moral es la indagación de la actividad humana, que, en su forma más desenvuelta, es Social y Ética y puede por eso llamarse política en sentido amplio” (Salazar, 1997).
Ya en la modernidad Maquiavelo “separa la ética/moral de la política, sin reconocer el valor de la ética, porque los hechos dicen que política es dar/recibir, ceder/imponer, vale decir un tipo de relación de fuerzas que obliga a negociar y toda negociación implica conjugación de principios y resultados, resultados que apunten hacia un cambio”. (César Pérez. República Dominicana).
En nuestro tiempo se ha impuesto una corriente en el pensamiento occidental, donde si bien ambos conceptos están claramente separados y definidos, también es cierto que existe un amplio consenso en torno a la preeminencia de la ética sobre la política.
Postular la defensa de la dignidad de la persona humana, por ejemplo, y en consecuencia exigir una conducta respetuosa de sus valores trascendentes, como la defensa de su vida, libertad, honestidad, integridad física y moral, no está en contradicción con impulsar una lucha política electoral o no, para garantizar su realización. Lo que sí es fundamental es la integridad moral con que el sujeto actúa en el plano público y privado, a la hora de poner en práctica los métodos de lucha con los cuales construir una sociedad que garantice alcanzar la vigencia de dicho principio.
Es importante, entonces, examinar cuál es la motivación existente en el sujeto actuante. Si lo impulsa una limpia conducta en el desarrollo de la estrategia, o por el contrario lo hace con un espíritu perverso, movido por pérfidos intereses que terminan desnaturalizando la misma, en razón de la conducta abyecta que auténticamente lo mueve.
Es lo ocurrido en las pasadas elecciones parlamentarias. Se evidenció en ese momento a personas concurriendo a dicho proceso no para ejercer una auténtica representación de los ciudadanos, sino para ofrecer un servicio de fraccionamiento y confusión al electorado, utilizando herramientas puestas a su disposición de forma inmoral, con el único objetivo de favorecer la opción política del régimen.
Estábamos ahí frente a una conducta éticamente reprobable. El fin no era representar al ciudadano, el fin que les movió y los instrumentos que utilizaron fueron fruto de actos inmorales. Por ejemplo, el robo de la representación legal de los partidos políticos, sus símbolos y sedes físicas.
A pesar de tales circunstancias no podemos inmovilizarnos. Una conducta inflexible que no permita avanzar hacia una solución de la tragedia termina presentando una carencia ética, más allá de la ineficacia que ellas demuestran. Se trata de conductas que por ineficientes producen niveles mayores de sufrimiento de las personas y violación creciente de sus derechos humanos. Un cambio de estrategia que busque lograr el objetivo de golpear y derrotar a la dictadura, adelantada con recta intención, no solo es éticamente plausible, sino políticamente conveniente. Cambiar una estrategia en procura del bien común no solo es políticamente recomendable, sino éticamente plausible.
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